Durante las últimas semanas he leído varias entrevistas a la directora francesa Julia Ducornau acerca de su último y laureado trabajo, Titane (Palma de Oro en el Festival de Cannes), hasta el punto de generarme una serie de expectativas provocadas por la fascinación que ella misma ha generado en torno a su película y a su forma de entender el cine. Ducornau hablaba de la transhumanización, de la monstruosidad, de su forma de entender el feminismo y la feminidad, el sexo, el dolor y el mundo contemporáneo, y sus palabras solían ir acompañadas de los elogios apasionados de quienes han visto en su nuevo filme una descarnada forma de narrar, violenta, turbadora, con afán de incomodar, conceptual hasta el extremo de empujar a su protagonista a montárselo con un Cadillac -literalmente- y quedarse embarazada, exigente con el espectador -exigido a su vez casi hasta lo devocional-, a merced de un discurso entre lo combativo y lo intelectual, que suele ser expuesto desde el explícito desgarro visual.
Sin desmerecer su sobresaliente empeño autorial, y en especial su valentía a la hora de evitar el ridículo desde la exigencia misma que reclama del público a la hora de interpretar lo que sucede sobre la pantalla, la película no logra someterme ni involucrarme. Ni su pretendida brutalidad me obliga a apartar la mirada de las escenas más sangrientas y violentas -como alertaban los defensores del filme-, ni consigo reactivar la emoción que cabría esperar de la relación entre el bombero atormentado y su reencuentro con el supuesto hijo desaparecido.
Ya sé que no me encuentro entre los adoradores absolutos del filme, pero tampoco entre los que deberían odiarlo -al parecer solo caben ambas opciones-. Digamos que le agradezco la experiencia, como quien se monta por primera vez en una montaña rusa, por el mero hecho de vivirla, pero no tanto revivirla. Y sin embargo, a medida que pasan los días, la película sigue ahí, en mi cabeza, de forma obsesiva, provocando un efecto retardado a partir del significado de determinadas secuencias, madurando la comprensión del drama que reflejan los ojos de Vincent Lindon o ante la extenuante transformación de Agathe Rousselle. Y eso es lo menos que deberíamos exigirle a cualquier película, que siga viva después de salir de la sala de proyección. Aunque, ya les digo, no es el título que le recomendaría a un amigo.