El pasado lunes se cumplieron dos años desde el primer caso por covid 19 en la provincia y este martes lo hará igualmente del inicio del confinamiento. De aquellos primeros momentos aún permanecen grabados en la memoria las calles desiertas, la presencia del ejército, los aplausos a los sanitarios, los cierres perimetrales, la clausura de tantos negocios..., aunque la experiencia que más me impactó de todas fue ir a hacer la compra un par de días antes del encierro, por el silencio y la tensión acumulada en los pasillos del supermercado, donde los carros hacían cola junto a unas estanterías que, en algunos casos, ya estaban vacías: a esas alturas ya casi habíamos superado la crisis del papel higiénico, que no por irracional dejó de convertirse en una prioridad para cientos de familias, más pendientes de los mensajes de alarma viralizados por whatsapp que de hallar una explicación a lo que tenía visos de psicosis colectiva.
Han pasado, digo, dos años desde aquella situación. Un tiempo lo suficiente corto y reciente como para no haberlo olvidado y haber recapacitado y reconsiderado hasta qué punto nos dejamos llevar por el miedo y las emociones ante lo desconocido. Y sin embargo, ha vuelto a suceder, y con idéntico punto de partida: mensajes de voz anónimos alertando de las consecuencias inmediatas de la guerra en Ucrania en el ámbito del consumo, principalmente en lo relativo a los combustibles, y hasta de particulares reconvertidos en auténticos expertos en geopolítica.
Como consecuencia, las colas ante las gasolineras low cost haciendo acopio de gasoil como si no hubiera un mañana. Unos por temor a la escalada de precios -si me voy a gastar cien euros al mes en gasolina, mejor ahora de una vez, que me va a rentar más-, otros a la huelga del transporte, y pese a que las propias estaciones de servicio vienen asegurando el abastecimiento, con huelga o sin ella.
El siguiente paso: los supermercados, por supuesto, donde el aceite de girasol se ha convertido en preciada adquisición. También la pasta. Me temo que algún cachondo debe estar ya preparando el siguiente audio para cuando dejen de circular las mercancías. Lo mismo hasta se hacen apuestas para ver a dónde asciende el precio de una barra de pan, aunque, llegados a ese nivel, más habría que sentirlo por los que no saben vivir sin Amazon.
Mientras, el mundo, que aún convive con la pandemia -aunque muchos parezcan haberlo olvidado- asiste a diario al horror de una guerra que nos compunge el corazón con la imagen de cada bomba, de cada víctima, de cada refugiado, incluso la de esa maleta abandonada en medio de una calle al lado del cuerpo sin vida de su propietario, en pie, intacta, inmóvil, cargada con lo imprescindible y lo urgente, y ahora solo una cosa, inútil, como la propia contienda, convertida en monográfico de telediarios, como lo fueron antes la pandemia y el volcán de La Palma.
Nuestra vida se ha habituado ya a ellos como a las series turcas. Hemos hecho de cada tragedia una costumbre, y nos vuelve a salvar la solidaridad: con los que se quedaron sin trabajo por el Covid, con los que se quedaron sin hogar por la lava y con los que se han quedado sin futuro y hasta sin familia por obra de Putin.
Y, al igual que ocurrió con la aparición del coronavirus, no hemos tardado mucho en darnos cuenta de que, además de salvar vidas, la otra gran prioridad vuelve a ser la economía. Dicen que solo han hecho falta dos cañonazos para que el presidente ruso haya revalorizado a la Unión Europea, reactivado a la OTAN y rescatado los auténticos valores democráticos del mundo libre, pero, en el fondo, y lejos de alentar nuestra fortaleza común frente al invasor y agresor, lo que sigue estando en juego es el orden económico mundial. De ahí que interesen más las sanciones y la desestabilización de la economía rusa que enviarles armas a los ucranianos. Por ahora resulta más diplomático que efectivo, pero sobre todo basta con que se miren a un espejo para saber quién va a seguir pagando la cuenta hasta entonces, sin necesidad de hacer cola ante una gasolinera.