Fue en una tarde clara, limpia y apacible de Jueves Santo, cuando ya un sol en declive empezaba a insinuar muy levemente las primeras sombras. Por la plaza de Rafael Rivero de Jerez de la Frontera desfilaba la Primitiva y Hospitalaria Hermandad del Apóstol Señor San Bartolomé y Cofradía de Nazarenos de Nuestra Señora del Mayor Dolor en el Paso del Ecce-Homo, conocida popularmente entre la ciudadanía como “la del Mayor Dolor”, por esa preeminencia mariológica, sin pretensiones de rivalidad, que se ha consolidado en determinadas corporaciones penitenciales no sólo de Jerez sino de muchas localidades de Andalucía.
La céntrica plaza estaba a rebosar, como casi siempre ocurre en las jornadas pasionales, debido a que se trata de un espacio privilegiado para contemplar el discurrir de las cofradías.
Aparte de un ligero frescor, que ya empezaba a apuntar, el atardecer era extraordinariamente agradable.
Lo que voy a contar es un acontecimiento muy sencillo; pero, para mí, lleno de significado.
De entre la multitud, salieron dos mujeres, a las que yo conocía, jóvenes y de distintas edades: una madre con su hija. Llevaban un ramo de flores. Ambas se dirigieron a la acera derecha del final de la calle Tornería, cuando ésta ya se convierte en Rivero. Allí esperaron, con una ilusión que iluminaba sus caras, a que llegase el paso de la Virgen del Mayor Dolor. Alguna breve gestión hicieron ellas con cierto cofrade de San Dionisio, al que conocían, para que el paso se detuviera a una distancia adecuada y poder cumplir así su propósito; es decir, la ofrenda a la Santísima Virgen del ramo de flores del que eran portadoras.
Con suma amabilidad, la petición de las mujeres fue atendida tanto por el fiscal de paso como por el capataz. La entrega floral fue cuestión de pocos minutos, como estaba previsto.
No puede concebirse acción más natural en un día de Semana Santa. Son esos pequeños pero hermosos momentos de la piedad popular que, no obstante, llenan de sentido la singularidad de un instante que, sin duda, se volverá inolvidable.
Yo las acompañé para conservar la escena con la cámara fotográfica de mi teléfono móvil; y el resultado es el que puede ver el lector al comienzo de este artículo.
La vida —y la Semana Santa, que para los andaluces es una de sus metáforas— muchas veces se concentra en pequeños sucesos como el que aquí se narra.
Lo más encantador de esta humilde anécdota es la expresión de felicidad —perceptible, creo, en la foto— de madre e hija al protagonizar un episodio tan familiar y llano, pero, a la vez, tan pleno de emoción. Ellas iluminaron aún más, con sus sentimientos y alegría, el paso del Mayor Dolor.
En mí también dejaron, estas dos buenas amigas, una huella imborrable.