Es curioso el poco valor que se le da a muchas de las cosas que vivimos y disfrutamos en la actualidad. Hace un mes decidí aprender solfeo, aunque no fue algo intencionado en un primer instante, pero me apetecía tocar un instrumento y, para ello, es un requisito casi inevitable. A medida que iba trasteando por las distintas líneas del pentagrama logré ver un mundo muy diferente y casi me ha obsesionado. Intentar tocar alguna melodía que se entienda medianamente bien me está sirviendo para conocer el mundo de la música más allá de su sonido. Me da rabia no haber aprendido antes y que esta nueva inquietud llegara tardía.
Hace dos semanas leí y ‘maltoqué’ mi primera partitura, no os imagináis la satisfacción que sentí al descifrar estos puntos blancos y negros, números y demás signos que componen el pentagrama. Lo mejor aún estaba por llegar. Ya no es leer música, es poder expresar aquello que leo (de forma desastrosa) a través de un instrumento. Saber que una figura concreta corresponde a un sonido en particular y que soplando (con la trompeta) de una forma correcta y colocando los dedos concretos se puede oír dicho sonido no tiene parangón. La música es parte de nuestra vida y, curiosamente, no se le da la importancia que tiene dentro del sistema educativo.
Más allá de las virtudes de la música, más que conocidas, dichos instrumentos musicales sirven como herramientas para combatir el estrés, para minimizar la soledad, como apoyo para la integración social, la memoria, la creatividad, agilidad, etc. Cada uno de los instrumentos que se adquieren debería ir con un prospecto bien definido sobre las virtudes que ofrecen. En estas semanas he podido comprobar el valor que tiene todo aquel que lleva años formándose como músico, siendo una profesión poco considerada que aporta un gran valor a la sociedad. Gracias a todos aquellos músicos que de una manera u otra contribuyen a hacernos la vida más alegre.
