Ser jurado de un certamen poético se ha convertido en una profesión de riesgo: ya no basta con seleccionar el mejor poema, sino que deben confirmar si es auténtico o no; es decir, si corresponde realmente a su autor o si ha sido elaborado con la ayuda de la inteligencia artificial. Hay precedentes, sobre todo en certámenes para jóvenes, que han encontrado en el Chat GPT el mejor atajo para crear poemas a partir de los conceptos e ideas sugeridas a las que un robot termina de dar forma.
Sin duda, la tarea de verificador va camino de convertirse en una profesión con futuro, ya sea para desentrañar la autenticidad de una poesía, un trabajo de clase, una tesis doctoral, un discurso, una canción o una noticia. En el fondo, y aplicada a estos ámbitos, la inteligencia artificial no deja de ser una sofisticada forma de plagio que ha dado un nuevo sentido a la terminología “fake” en un mundo de vagos pensantes.
Recuerdo que, cuando estaba en 1º de BUP, nos encargaron un trabajo sobre ETA y tuvimos que ir varias tardes a la biblioteca municipal a rebuscar entre varios libros para recopilar toda la historia de la banda y los crímenes que había cometido hasta entonces. Hoy en día basta con realizar una consulta en Google para acceder a miles de archivos e informaciones sobre cualquier asunto y adoptar el “copia y pega”. Evidentemente, el fin es el mismo; sólo han cambiado los medios para alcanzarlo, pero había entonces un ejercicio de disciplina, un método de trabajo y de esfuerzo añadido que ahora queda relegado al compromiso personal, como una mera opción, como la de estrujarte el corazón para escribir unos versos o dejar que el ordenador te los dicte.
En este sentido, admito los riesgos de la comparativa intergeneracional. De hecho, hace poco leí una entrevista con el neurocientífico Christof Koch en la que criticaba cierto desprecio imperante en torno a los comportamientos y actitudes de los jóvenes de hoy en día desde la perspectiva de los que ya no formamos parte de esa generación. Y recordaba que eso ya ocurrió cuando nuestros padres criticaban a la nuestra y sus padres a la suya, como si fuese un componente tan inevitable como fallido en el que pesa más la nostalgia que la razón.
Tal vez seamos víctimas de la generalización, de dar demasiadas cosas por sentadas, y acabamos por relegar a un segundo plano el talento y la innovación que nos rodea. Esta semana mismo, por ejemplo, reivindicamos en la gala del 35 aniversario de Publicaciones del Sur la necesidad de aplicar a las iniciales de I.A. (Inteligencia Artificial) otro concepto diferente, el de Inteligencia Andaluza, como contribución a la propia marca Andalucía.
Ahí hay que estar, pero tampoco vamos a prescindir de nuestras dudas razonables, las que nos proporcionan el bagaje, cierto sentido común y, sobre todo, las decepciones, ahora que, como decía el otro día Juan del Val, “han ganado los malos” -una opción solo posible cuando se vive instalado, y algunos tan a gusto, en plena polarización-. Como para no apelar a la nostalgia, pero a la del espíritu de la Transición.
Entre quienes la vivieron y la contaron se encontraban dos periodistas, Pepe Oneto y José María García -relevantes además en la noche del 23F-. Sus nombres vuelven a unirse este próximo viernes en San Fernando. El de Oneto da nombre al premio que esta casa concede a García, a Supergarcía. Su nombre no podía faltar entre los merecedores de esta distinción. Estoy convencido de que el día que decidió abandonar las ondas marcó un antes y un después, el fin de una época y el inicio de otra en el mundo de la información deportiva, el fin de un magisterio radiofónico y periodístico rendido al triunfo del espectáculo.
García fue un innovador del formato -desde obligarte a quitarle el sonido a la tele para escuchar la narración del partido por la radio, a hacer del ciclismo uno de nuestros deportes favoritos-, pero sobre todo era un contador de historias y un firme defensor de la rigurosidad periodística. Entiendo a sus detractores. Yo, simplemente, le echo de menos.