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Lo que queda del día

A quienes odian la Navidad

La Navidad nos atrapó siendo niños y pervive como un hechizo hecho de susurros al oído, de esperanzas e ilusiones que se cuelan por las rendijas del invierno

Publicado: 24/12/2023 ·
00:05
· Actualizado: 24/12/2023 · 10:20
  • Belén de José María Nieto -
Autor

Abraham Ceballos

Abraham Ceballos es director de Viva Jerez y coordinador de 7 Televisión Jerez. Periodista y crítico de cine

Lo que queda del día

Un repaso a 'los restos del día', todo aquello que nos pasa, nos seduce o nos afecta, de la política al fútbol, del cine a la música

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"Dígase para empezar que Marley había muerto”. En realidad, nunca llegamos a conocerle, aunque su nombre perduraría en el letrero de la oficina que regentaba en Londres con su avaricioso e intratable socio, Ebenezer Scrooge. De éste útimo puede que sí hayan oído hablar. Pregonó la llegada de la Navidad a los cuatro vientos desde uno de los balcones de su casa después de pasar casi toda la Nochebuena en vela, aterrorizado y atormentado por sus malos actos.

El eco de aquellos emocionados y liberadores alaridos, dirigido a los escasos paseantes que sorteaban la nieve acumulada sobre la calle a primera hora de la mañana, ha llegado hasta nuestros días, unido a la imperecedera historia que le acompañará para siempre y de la que ahora se cumplen 180 años.

Y Dickens estaba ahí, no sé si cuando más lo necesitábamos, o si para reinventar el espíritu navideño como defienden algunos, pero sí empujado por un arranque de rabia jubiloso frente a descreídos y conciencias dormidas a las que hizo ver que estas fiestas serían siempre, como subraya Marta Salís, “el momento de la hospitalidad y la tolerancia, la ocasión para alimentar un deseo y para bucear en los recuerdos, sin lamentarse por los sueños que no se han cumplido”.

Y cito a uno de sus personajes: “Siempre he pensado, al llegar las navidades, aparte de la veneración que se debe a su nombre y su origen sagrado, si es que hay algo de lo que a ella se refiere que pueda apartarse de eso, que era una época excelente, época de bondades, de perdones y caridades, la única que conozco en el largo calendario del año, en que los hombres parecen dispuestos de buen grado a abrir de par en par sus corazones cerrados. Yo creo que me ha hecho y me hará mucho bien, y por eso digo. ¡Bendita sea!”.

Hay en ese grito gozoso casi un desafío a la inquisición moral de su época, pero también un propósito humanizador, un destello de valentía que responde a un latido universal e imperecedero, forjado hace más de dos mil años en torno al portal de un establo en Belén, desde el que emanan, y hacia el que confluyen, punto de encuentro, en un eterno camino de ida y vuelta, tantas y poderosas razones por las que seguir creyendo en la Navidad, ya sea a partir de un relato fantasmagórico y visionario; de un poema con sabor a pueblo, a río, a sueño; de una leyenda o romance antiguo que reverdece en las gargantas de un grupo de vecinas, en el del coro de una hermandad o en un cuadro flamenco; del viaje en el tiempo que es asomarse a la escena de un diorama o un Belén; de una oración o ritual de adviento; o de un ángel de la guarda en blanco y negro que aspira a ganar sus alas; incluso... pese a las sillas vacías, el eco de una ausencia, o el naufragio de un te quiero.

La Navidad siempre ha sido “territorio y refugio” -como apunta  Carlos Zanón-, alacena de recuerdos y esperanzas, el brillo persistente en la mirada del niño que sigue vivo a este lado del espejo, el pasado que no sabe decir adiós, el puente por el que esperamos a que crucen los milagros. Pero hay una verdad que prevalece por encima de las metáforas y de la memoria de cada uno de nosotros. Y esa verdad, que brota del mismo poder de Dios, la del Niño que sí que es de veras, ha llegado hasta nuestros días sustentada en una trilogía fundamental: amor, infancia y familia, que resume y testimonia la necesidad de la Navidad.

Y bendito ese misterio que da sentido a cada una de nuestras navidades, porque nos atrapó siendo niños y aún pervive como un hechizo hecho de susurros al oído, de esperanzas e ilusiones que se cuelan por las rendijas del invierno y que entregamos como un tesoro a quienes son niños por primera vez, que es una forma de no olvidar la infancia nuestra. No debería haber opción al olvido. Nunca en Navidad. Y así quiero presentirlo y compartirlo, protagonistas todos de un reparto coral que se hace grande, precioso y preciso en cada una de nuestras familias. Déjenme así imaginarlo si es necesario, porque tampoco hay Navidad sin familia, como no la hay sin amor ni infancia.

Por eso mismo, coincidamos con Dickens: ¡Bendita sea!

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