La transformación vivida por la ciudad de Málaga desde mediados de los años 90 es digna de estudio. El paso del tiempo también ha demostrado que debería serlo de ejemplo, para que otras ciudades sepan anticiparse a algunas de las consecuencias aparejadas a esa transformación. En Andalucía, por ejemplo, fue la primera ciudad en la que hace una década empezó a hablarse de gentrificación, un vocablo digno de trabalenguas que ha caído en desuso porque su advertencia sirvió de poco y ha dado paso a otro más concluyente: turismofobia.
La ciudad de los museos, del centro histórico peatonalizado, de la reluciente Marqués de Larios, del acceso al Pimpi por calle Granada, de una floreciente oferta gastronómica y del muelle Uno, ha ido haciéndose más incómoda y masificada a medida que la fama impedía ver más allá de su buen nombre: el destino cultural acabó obligado a convivir con el de las despedidas de solteros y solteras -como símbolo de la degeneración-, al tiempo que la “marca” alentaba el fenómeno de las viviendas de uso turístico.
Si hubo un momento en el que ya no era posible dar marcha atrás, fue ése. Y por mucho que se haya estudiado e imitado el modelo, pocos han aprendido del ejemplo. Sevilla, sin ir más lejos. Otros, por ir más cerca, aún están a tiempo, caso de Cádiz o Jerez. En realidad, los que son mayoría, enfrentados al eterno dilema de anteponer o no los beneficios a la salud, mientras calculan el margen de crecimiento que parecen dispuestos a asumir antes de que se expanda el virus de la turismofobia.
La imagen que mejor ha representado en los últimos días ese estado de ánimo no es, precisamente, la de las calles llenas de maletas con ruedines en busca de su piso turístico, sino la de una cadena humana en torno a una playa desierta en Mallorca, la más famosa de la isla: Es Caló des Moro, de la que no pueden disfrutar sus residentes en los meses de verano, ya que suelen congregarse a diario unas cuatro mil personas en apenas 15 metros.
Es la imagen del hartazgo frente al turismo masivo. De hecho, Carlos Colón abogaba esta semana en un artículo por suplir el término turismofobia por el de “turismojartura”, ya que no hay por qué implicar al odio en cuestiones domésticas, y sí dar testimonio de esa desapacible sensación con la que ya conviven malagueños y sevillanos -es su caso-.
La preocupación, en cualquier caso, no va sólo por ahí. No responde sólo a motivos “egoístas”, si quieren verlo así, sino que atañe también al ámbito residencial, ya que el incremento de la oferta de pisos turísticos va en detrimento del alquiler tradicional, y en determinados lugares afecta ya al desplazamiento poblacional.
Es lo que vaticinan en Cádiz capital, donde acaba de crearse una plataforma ciudadana contra la turistificación que reclama ordenanzas más restrictivas para este tipo de oferta y que se ha apoyado en realidades como la de María Muñoz, la vecina de 84 años del Pópulo que iba a ser desahuciada para convertir la que ha sido su vivienda durante medio siglo en piso turístico.
Su historia, y la de los benefactores que han impedido que la echen de su casa, es de las que invitan a mantener la fe en la condición humana, digna del final feliz de una película de Capra, como el de Vive como quieras, pero, seamos realistas, es la excepción. Las lágrimas de felicidad de María y de su hija son un pellizco de emoción, pero sólo sirven para cerrar un capítulo, no el libro.
De otro lado, y no necesariamente del opuesto, un sector turístico que invita a no criminalizar las inversiones, a saber distinguir entre apartamentos turísticos y viviendas turísticas, a desechar la idea de una tasa para los turistas y que esgrime cifras que nos sitúan muy lejos de los casos de grandes capitales. Hablan de economía, de empleo, de las cosas de comer, de la actividad que nos rescató en mitad de la tormenta de una crisis terrible y ahora resulta irrenunciable, pero para la que tampoco parece descabellado someterse a algún tipo de regulación acorde con la evolución de un negocio, en muchos casos, tendente a morir de fama.