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Los pederastas

\"El perdón setenta veces siete, la misericordia otras tantas. Todo el Amor cristiano a las víctimas y también a los autores. Pero también el Código Penal\"

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Como siga la cosa así vamos a tener que mandar a misa a nuestros hijos y nietos acompañados de una pareja de la Guardia Civil. Lo digo con el debido respeto a los miles y miles de sacerdotes que ejercen su ministerio con devoción y entrega absolutas, pero es que las noticias que nos llegan desde Granada nos dejan, además de indignados, totalmente desorientados y anonadados.
Que haya tenido que ser el Papa, un hombre que vive tan lejos, quien ha destapado esta olla podrida de los abusos a menores, dice muy poco de la jerarquía eclesiástica granadina, que tiene la obligación de cuidar de todas sus ovejas, incluidas las de sotana. Mucho me temo que, como en otros sectores de la sociedad, la Ley del silencio, el corporativismo y otros desastres gregarios, han contribuido a que se echara tierra encima mientras los chavales sufrían los abusos sexuales entre misa y misa.


El Papa ha pedido perdón en un gesto de impecable humildad cristiana. Claro que ese gesto no será completo hasta que la misma Iglesia no entregue a la justicia humana, al Juzgado de Guardia, la lista de sacerdotes implicados. No se puede estar predicando el Amor, lo sagrado del cuerpo humano, y torturando a monaguillos. Eso, además de un pecado mortal, es un delito -siempre respetando la presunción de inocencia, claro está- que debe ser tratado por la Administración de Justicia, porque la sociedad tiene que defenderse de esas conductas aberrantes que traumatizan de por vida a los niños y adolescentes.


El perdón setenta veces siete, la misericordia otras tantas. Todo el Amor cristiano a las víctimas y también a los autores. Pero también el Código Penal. No se trata de hacer un juicio a la Iglesia como institución, sino a aquellos de sus miembros que amparándose en la honorabilidad de sus cargos perpetran unas fechorías abominables.


Se imagina uno a estas criaturitas violadas en pisos del extrarradio, o en sacristías pecaminosas; se imagina uno su dolor callado, sus desesperadas preguntas, y se le cae el alma al suelo. Un cura, precisamente un cura, me dijo una vez que no escribiera nunca por odio, sino por amor. No siempre le hice caso, pero ahora sí. Si escribo este artículo no es por odio a unos sacerdotes descarriados, sino por amor a unos niños que son sagrados e intocables. Precisamente porque son hijos de Dios.

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