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Sábado 16/11/2024
 

Arcos

“Cuando en la película se daban un beso, la gente empezaba a silbar”

Fernando Aguilar Rodríguez fue durante años acomodador de sala de cine

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  • Fernando Agular. -

Aunque Mayo lleva un montón de días instalado en nuestro calendario parece que estemos en diciembre. Llueve, hace frío, y en broma pregunto en el local de ancianos del Palacio del Mayorazgo, que es donde hemos quedado, que a qué hora es la buñolada. La gente me sigue la broma y me contesta que a las seis, y que tendremos anís y villancicos.

Cuando llego ya está allí Fernando Aguilar, bebiendo una copa de vino oscuro, denso, dulce. Está sentado en una mesa y sobre ella tiene una plantera de tomate, que ha ido a buscar esta mañana al Barrio Bajo. Fernando tiene un aspecto de campesino rudo, y se toca con la gorra que ustedes podrán ver en la foto con que ilustramos esta entrevista. Es muy reservado y me dice que su vida no tiene mucho interés. Yo no estoy de acuerdo, le digo. Todas las vidas tienen su interés por que toda vida, incluso la aparentemente más cómoda, tiene su punto de heroísmo.
Hablamos en el bar del centro, atestado de gente y con una televisión que se desgañita para nadie, porque nadie hace caso a unos tertulianos sabelotodo que pontifican sobre las elecciones generales del 26-J.

¿Tú eres de Arcos, Fernando?
—Yo nací aquí al lado, en la calle Jesús Nazareno número ocho. Allí tienes tu casa.

Muchas gracias. ¿Y siempre has estado aquí?
—Estuve en la Barca de la Florida una temporada, porque mi padrastro y mi madre eran carboneros y se fueron allí para hacer carbón. Yo era entonces muy pequeño. Luego volvimos a Arcos y me fui a trabajar de zagal a un rancho junto a la venta “San José”. Allí guardaba animales, vacas, cochinos, pavos…

Y de escuela qué.
—No aprendía ni a leer ni a escribir. Por aquel rancho iba de vez en cuando un hombre que no era maestro, pero enseñaba a los niños. Me ponía tareas y a mi no me daba tiempo de hacerla, porque no paraba de guardar bichos. Una tarde me castigó y echando dos puñados de garbanzos en el suelo me hizo arrodillarme sobre ellos. También me hizo extender los brazos y sobre cada mano me colocó una piedra grande. Yo lo soporté todo en silencio por respeto a mi madre, que estaba presente. Si no llega a estar mi madre seguramente aquel señor se habría tragado los garbanzos. Y las piedras. Después de aquello estuve en una escuela en el Barrio Bajo, y aquí en Las Nieves, pero siempre en periodos de uno o dos meses. Al final no aprendí nada y a los dieciséis años me fui ya a trabajar al campo, a la peonada.

¿Y trabajando hasta la mili?
—Claro. La mili me tocó en Sementales, en Jerez. Me tocó cuidar dos caballos que eran muy buenos. Un día pidieron voluntarios para el rancho de Garrapilos y me fui allí. A los animales tenía que cuidarlos, darles de comer, cepillarlos, etcétera. De Garrapilos volví a Jerez, y de allí al cortijo de Vicos, donde también fui voluntario.

¿Hiciste alguna trastada en la mili?
—Pues mira, sí. Me acuerdo que era la Feria de Jerez, por este tiempo. Los mandos nos obligaban a ir a la Feria, o a salir de paseo, vestidos de militares. Pero nosotros teníamos un edificio donde escondíamos nuestra ropa de paisano y nos vestíamos para salir. Así nos íbamos a la Feria como cualquier hombre más. Pero un día nos pillaron y me echaron quince días de arresto.

¿Quince días?
—Digo. Pero me echaron antes de la semana. Resulta que mi hermana era criada de un alto mando, así que le pedí a un amigo que me escribiera una carta. Se la mandé a mi hermana y más pronto, una mañana, me dijeron que el arresto estaba levantado.

Eso se llama tener buenos padrinos, Fernando.
—Fíjate.

Tú eres conocido por tu amistad con el párroco de Santa María don Juan Candil, que murió en mil novecientos noventa y cinco. ¿Cómo recuerdas a don Juan?
—Conocí a don Juan cuando vino de Espera. Yo tendría entonces unos veinticinco años. Hicimos mucha amistad y yo lo acompañaba a todos los sitios. Era un cura muy preocupado por los demás, y siempre andaba pidiendo dinero para hacer obras. Así logró levantar la barriada Juan Candil y el Centro. Yo trabajé mucho en los dos sitios, como peón de albañil. Don Juan consiguió que mucha gente trabajara como voluntaria. La gente, pudiente o no, ayudaba mucho. Unos con dinero y otros con su mano de obra, pero todo el mundo estaba con D. Juan. Aunque también fuimos a algún sitio donde no nos dieron nada. Cuando murió D. Juan me quedé muy triste, porque era un hombre muy bueno.

¿Sabes que eres de los últimos acomodadores de cine?
—Trabajé de acomodador en dos veces. Una antes de irme a la mili. Era en el cine “Olivares Veas”, propiedad de José Suárez Parrilla. Entonces valía la entrada seis reales arriba, en el gallinero, y un duro en las butacas. Un día estaba yo en la puerta del cine y Suárez me preguntó que qué hacía allí. Le dije que me faltaba dinero para entrar y me hizo pasar abajo, a una butaca. A partir de ahí empecé a trabajar. Ya mucho después trabajé también en el Imperial Cinema. Entonces ya valía el cine cuatro o cinco duros.

¿Qué películas eran las que ponían entonces?
—Cuando el “Olivares Veas” se echaban muchas películas del Oeste. Recuerdo que en el Cómpeta había un grupito que subía siempre a ver las películas del Oeste. Un día llegaron y el gallinero estaba todo ocupado. A uno de ellos se le ocurrió acercarse a los que estaban sentados. Empezó a rascarse la cabeza como si tuviera piojos, y en un momento tenía libre dos o tres sitios. La gente se los dejó huyendo de los piojos.

El trabajo de acomodador tiene su conque, ¿no?
—Hombre. Hay que alumbrar a los que llegan  con la luz apagada. Y sobre todo hay que cuidar el orden. Tú sabes que la gente, sobre todo cuando en la película se daban un beso, empezaba a silbar. Y también cuando se cortaba la película, porque a veces fallaban los rollos.

Dicen las malas lenguas que algunas parejitas de novios aprovechaban la oscuridad del cine para darse besitos y esas cosas. ¿Tú qué dices?

—Yo no cuento nada, porque no quiero jaleos con nadie.

Pero hombre. Tú cuenta el pecado, no los pecadores. ¿Qué?, que pelaban la pava en el cine, ¿a que sí?
—Claro que sí. Yo, mientras no fuera una cosa descompasada no llamaba la atención a nadie. Pero un día, en mitad de una película, veo como mucha gente está mirando para detrás. Me asomo a ver qué pasa y veo a un noviazgo que está, eso, pelando la pava como tú dices.

Tampoco sería para tanto, ¿no?
—¿Que no? Con decirte que la pava estaba ya sin plumas. Ya te digo que la gente dejó la película y no hacía más que mirar para detrás, por el ruido que hacían.

Tu vida laboral, Fernando, ha acabado de pastor. ¿Es cierto?
—Sí. Compré una piara de ovejas porque me gustaba. Es lo que había hecho de niño y quería seguir ahora de pastor. Pero tuve que venderlas porque me operé y estuve tres meses sin poder salir al campo. Una oveja,  mientras la vacunaban, me dio un golpe y me produjo una quebracía.
¿Y cómo es el trabajo de pastor?
—Bueno. Yo las sacaba a comer. Vendía los borregos, porque las ovejas paren dos veces al año. Las llevaba desde la Cuesta de la Escalera a las Anderas, y vuelta otra vez, a encerrarlas. A veces me quedaba allí de noche, porque intentaron robarme un par de veces. Para poder venir al pueblo me ingenié dejar una luz y una radio encendida. Así, quien viniera seguro que pensaba que yo estaba dentro.
¿Y de jubilado qué haces?
—Nada. Vivo en mi casa, aquí en Jesús Nazareno. Pero porque quiero, porque mi hermana tiene un cuarto para mi. Lo que pasa es que uno quiere entrar y salir cuando le apetece, sin sujeción a las normas de otra casa. Pero en fin, cuando no pueda valerme por mi mismo me iré con mi hermana.


Y la lluvia sigue. La mañana está de agua y Fernando me dice que tiene que irse. Hombre previsor, trae un paraguas negro y grande, para cobijarse. Posa para la foto con el rostro de hombre duro, quizás copiado de Clint Eastwood, uno de los tipos duros de las películas de Oeste. Pero en el fondo es un buenazo. Lo sé porque cuando habla de D. Juan el cura se emociona. Le comento que yo lo recuerdo en el “Imperial Cinema”, con su linterna, pastoreando a los zagales revoltosos, y le juro que yo no era de los que pelaban la pava en el cine. Y él se ríe, porque sabe que los de mi quinta éramos todos unos sinvergüenzas.

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