Uwe era un alemán escurrido como una calada de cigarro. Durante una semana, era el encargado de llevarme desde Prado del Rey hasta Suryalila, un retiro espiritual en el que lo más trascendente era si la Coca-Cola podía servirse bien fría, y en el que tenía que impartir unas clases de español. Ante mis sospechas sobre por qué ese individuo con ojos de búho vivía en Prado del Rey, él me contaba, de manera entrecortada -pues su español era muy pobre- y con una ironía robada de cualquier tasca, que le gustaba la tranquilidad del pueblo y que estaba cansado del ajetreo de la gran ciudad. Tópico entre los tópicos. Sin embargo, nunca he llegado a comprender la manía de los habitantes de grandes urbes de dejarlo todo y mudarse a un pueblo.
Hay una serie que veo ahora donde un pueblo costero alejado de Nueva York es tan protagonista como los personajes que circulan en ella. En The affair, Montauk extiende sus brazos invisibles al cuello de sus habitantes. La asfixia parece ser calmada cuando Alison, su protagonista, acude al mar en busca de una música silenciosa que apacigüe tanto aullido. Pero el mar le bufa, ladra, maúlla y se la come viva. No es un pueblo todo lo apacible que deseamos. Los seres que viven en él son demasiado taciturnos, refugiados en los bares, con mucho tiempo libre. La palabrería circula por las aceras como un niño en bicicleta. Un pueblo nunca indulta la culpa. Un pueblo es Comala, Macondo, Sonora, donde la aridez del terreno influye tanto en el día a día de los habitantes como peinarse o abrocharse una camisa.
De mi pueblo, Arcos de la Frontera, dicen que es el que mayor número de poetas por metro cuadrado tiene. Quizás no les falte razón. Antonio Hernández, uno de los grandes poetas que ha crecido en estas paredes que hipan desconchones, y que ostenta un currículo literario que ya quisieran muchos, afirmaba sin vergüenza ninguna en una entrevista concedida en el año 89: «Yo ni siquiera soy el mejor poeta de mi pueblo». Quien sea forastero, y analice el historial de Hernández, probablemente advierta en las palabras del escritor cierto afán de falsa modestia. Sin embargo, ese individuo estaría muy lejos de la realidad. En Arcos cada poeta que se atreve a jugar entre asonancias y metros, hinca una rodilla en el suelo y se signa cuando se menciona a Julio Mariscal.
Las calles de Arcos son motivo de metáfora en innumerables ocasiones en las obras de mis paisanos. Pepa Caro, una de los muchos poetas que tenemos, incluso dedica un poemario entero a hablar de ellas. En Las calles de la lluvia, el agua aparece como una melena con cuchillas dentro. Ni el verso manso y lento es capaz de aquietar tanto aguacero. «Nadie quería la lluvia / en esta calle. Nadie», dicen algunos versos. De nuevo el lugar donde naces como tenaza de las ansias. Las calles de Arcos se desdoblan y te hacen nudos en el cuerpo, te llevan al fango cuando te descuidas. Las calles de Arcos «ahora son olvido, / desdibujado perfil, / tierra ya moribunda / que no aviva la sangre», nos recuerda de nuevo Pepa Caro. Y también está la estrechez, que aprieta. Con sus raras geometrías las calles te acercan a la niebla y quién sabe si a la muerte. «Dan ganas de arrimarse a alguien / y hay espanto, / un espanto blando y muy secreto / que prefiere correr hacia lo oscuro», nos dice Mª Jesús Ortega en su poemario Toque de arrebato. Podría contaros miles de versos sobre las calles de mi pueblo, pero las palabras llegan al límite. Seguramente en Tokio, Nueva York, Madrid, haya alguien queriéndose introducir en la paz de un pueblo, engañados, quizás, por haber perdido dos o tres veces el metro. Otros, en cambio, anhelamos el sonido de los coches cabalgando por las avenidas.