De mis últimos tarareos cofrades tiene la culpa David Peragón, el talentoso creador jiennense que, entre otras preciosidades, firma “Estrella, Reina y Madre”, la jaenerísima marcha de Palio con la que la Dolorosa de Domingo Sánchez Mesa sale a su barrio por la calle Molino de la Alcantarilla y gira sobre su eje de costales para no dejar ni un rincón huérfano del incienso de sus ojos —uno de esos momentos que te reconcilian con una Pasión cada día menos de aquí—, pero de los primeros son los únicos culpables aquellos soldados romanos curtidos en mil batallas —no púnicas precisamente— que, embajadores de sus barrios de San Juan y la Magdalena, les ponían rostro y estatura a nuestros sueños infantiles de centurión. No firmaban exclusividad con la cofradía de la Clemencia —alguna de cuyas imágenes recuerdo, allá por los 80, recibiendo culto en las capillas de la iglesia del viejo hospital de San Juan de Dios—, aunque todo Jaén sabía que el Martes Santo era su jornada grande, el día en que aquella centuria que jamás tuvo cien miembros toreaba en casa, como los matadores que se visten de luces en su propio dormitorio y salen camino del ruedo entre la admiración de sus vecinos cuando les toca lidiar sobre la arena de su patria chica, con las orejas y el rabo a huevo.
Ellos, los ochenteros romanos de Jaén, con corazas de skay, capas color de yema rota o azul claro raído, medias que una vez dicen que fueron blancas y cascos abollados en cuya cumbre se erguía un cepillo rojo de barbero —de los de limpiar cogotes—, representaban para los zagales del casco antiguo una suerte de élite popular cercana pero inalcanzable, tocadas sus cabezas con auténticos bacines que, a nuestros ojos de mínimos Quijotes, nada tenían que envidiar al mismísimo yelmo de Mambrino. Tras su bandera ilegible, un capitán con espada de boda lideraba el menos marcial de los ejércitos que han pisado suelo jiennense, algunos de cuyos miembros perdían el paso en cuanto salía la procesión de turno, como si nunca lo hubieran llegado a encontrar. Pero eso sí…, la figura de Manolo Vasco, chulesco, la mirada en la guapa de la acera, mascando chicle, con su entrañable arrogancia de gamberro maduro, capitalizaba nuestra atención y nos hacía flipar con sus solos de caja, temerarios para los tiempos que corrían, cuando bombos y tambores no salían del popopón, pon, popón, pon y las cornetas atacaban toques fáciles, aptos incluso para el oído musical de un colorín difunto.
Ser soldado romano es uno de los muchos oficios cofrades que nunca he ejercido —fabricano de la hermandad infantil del Pósito fui en una lejanísima Cruz de Mayo, promitente de Nuestro Padre Jesús en un cortísimo pero emocionante traslado desde las carmelitas hasta la Catedral y músico en la pionera banda de Los Estudiantes, con Rafa Lorente a la “batuta” y el bueno de Modesto Martínez como gobernador del colectivo franciscano de La Merced—, ni se me pasa por la cabeza, a estas alturas de la película, presentarme voluntario para formar parte de la moderna agrupación, ahora que no hay coraza que disimule la curva de la cerveza ni casco que no se clave en el “cartón” desde el que se me desploma, cada día más escasa, la neorromántica melena. Pero con el recuerdo de Vicente Hervás en la comisura del teclado manifiesto mi admiración hacia aquellos romanos de mi niñez, depositarios y testadores de una historia ya de en torno a dos siglos, cuya fidelidad mereció que uno de sus capitanes, Tomás Cobo Renedo, le pusiera rostro a la más envidiada de las imágenes de aquí —¡ay Simón de Cirene, quién te relevara un rato!—.