En 1984, Pedro Olea ambientó en la Navarra del siglo XVII la historia de un señor feudal empeñado en erradicar la brujería y el paganismo de sus tierras con el apoyo de la inquisición. El argentino Pablo Agüero ha elegido su mismo título, Akelarre, para abordar una trama similar -en este caso es un juez el que recorre el País Vasco bajo la encomienda del rey para erradicar actos paganos-, aunque desde un enfoque que resulta más original y actualizado, a la par que evidente en sus intenciones.
Su película es, en este sentido, tan interesante como irregular; va de menos a más, se esfuerza por esquivar determinados clichés -en especial los derivados de la dicotomía entre buenos y malos-, y concede un gran valor conceptual a aspectos como la música y la fotografía, así como resulta determinante el excelente casting femenino, liderado por una joven con tanto talento y futuro como Amaia Aberasturi -junto a ella destaca asimismo, Jone Laspiur, Goya a la mejor actriz revelación por la soporífera Ane-. Pero el filme se deja llevar por cierto trazo grueso presente ya en la primera secuencia del filme, en la que Àlex Brendemühl (el juez) y Daniel Fanego (su secretario) aparecen envueltos entre las llamas de una quema de supuestas brujas como si su hábitat natural fuese el mismo infierno. Todo demasiado obvio, así como su visible predilección por las jóvenes protagonistas, excesivamente idealizadas en determinadas transiciones visuales y con gestos no sé si intencionadamente descontextualizados -hay ocasiones en las que solo les falta sacar un móvil para hacerse un tik tok- con el objetivo de incidir en su pretendido enfoque feminista.
Aspectos que, en el fondo, no empañan el buen resultado de una película que logra crecerse a medida que las jóvenes afrontan su inevitable condena empujando a sus inquisidores al precipicio de sus propias creencias, en las que los únicos demonios perceptibles son los de la ignorancia, la intolerancia y la falta de cierto sentido común, como pretende subrayar el personaje de Fanego, el único cultivado en saberes, como para entender que lo que su juez quiere interpretar como posesiones o ritos satánicos -en plena contradicción con los textos de Santa Teresa- no dejan de ser el despertar a la sexualidad de un grupo de adolescentes inocentes en las que la belleza no es un engaño del diablo, sino un don de dios.