Era mayo. Con el argenta resplandor de la luna ya asentado en la oscuridad de un cielo embadurnado de translúcidas nubes grises, caminaba hacia mi casa tras una acalorada discusión de barra de bar sobre si la tortilla de papas debía o no llevar cebolla que acabó a grito pelado en un vano intento de convencer a mi interlocutor y contrincante de que las gambas están mejor cocidas que a la plancha.
Me vendaron los ojos, me ‘endrogaron’ y me soltaron en la puerta de Los Bandoleros. Un olor a menta poleo me invadió… entré y le pedí a Agustín una tapa de caracolesEsa noche, a escasos metros de alcanzar mi hogar, un hombre, de mediana edad y con chaqueta, me abordó para entregarme una tarjeta en la que, junto a los dibujos de un pulpo, una centolla y un sargo, podía leerse ‘el juego del calamar de potera’. “Sé que eres un sibarita... llama al número que hay detrás”. Un servidor, siempre que la luna ya se asienta en el firmamento, iba borrachín a base de cerveza y mi única preocupación era no mearme encima, así que apenas le hice caso.
Pero la curiosidad mató al gato y al día siguiente, entre la opción de ir a un trabajo que me apasiona una mierda y llamar al móvil que me dio un desconocido a plena noche, opté por la segunda. Una tétrica voz me respondió: “A las doce de la noche acuda a la puerta del Mercado de Abastos”. Colgó. Me daba tiempo a ir al curro pero pasé y a medianoche me personé allí. Chica peste a pescado putrefacto había, pero en fin, es lo que tiene ser aventurero. Llegué a menos diez y a en punto una furgoneta dobló la esquina, se paró frente a mí y abrió la puerta lateral. Entré, vi que había otros colegas durmiendo, me senté, un humo inundó la cabina y me dormí, o mejor dicho, me durmieron, me ‘endrogaron’.
Abrí los ojos en una nave de aspecto industrial y diáfana. Me habían quitado la ropa y puesto un uniforme caqui con un número en un parche en el pecho: el 523. Pensé, que no se me olvide cuando vea al de la ONCE que se pone al lado del DÍA. 523, 523, 523 me susurraba a mí mismo mientras observaba que no estaba solo en esa sala llena de mesas. Había, ‘lo menos’, 633 personas. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí? La segunda pregunta la respondió una grabación que emitieron a través de unos altavoces: “Bienvenidos al juego del calamar de potera, sibaritas de mierda... En las mesas hay un número, ocupad el asiento que corresponda con el que lleváis en el parche. A continuación os traerán dos platos, uno con un calamar patagónico, el otro con un calamar de potera... ambos a la plancha con una pizca de sal, aceite y perejil. Probadlos y cuando sepáis cuál es el de potera, levantad la mano. Si os equivocáis os mataremos, si acertáis, pues os lo podéis comer gratis. ¡Ah! No ‘caigáis’ los platos...”. Y ese ‘caigáis’, ese uso del verbo como transitivo, me respondió a la primera pregunta: seguía en la provincia de Cádiz.
En fin, que me alargo y no me pagan por palabras en esta mierda de trabajo que tengo. Aparecieron unos camareros con la cara tapada, unos con la imagen de un sargo, otros de un pulpo y otros de una centolla (este grupo, junto al concursante número cinco, sufrió bastante debido a las burlas de los comensales... “¡Eh!, el de la cara de centolla, porque no vienes y me comes la ...”. Sin duda estaba en la provincia de Cádiz). Trajeron dos platos y poco a poco, los concursantes fueron levantando la mano. Señalaban el que creían era calamar de potera, se equivocaban y les metían un tiro en la nuca. Todo muy bruto y desagradable.
Al final quedábamos tres... luego dos... y me quedé solo cuando levanté el brazo. El de la cara de centolla se acercó, pistola en mano... “Ninguno es de potera”, dije con voz temblorosa. Joder, era mayo, no es época de apareamiento que es cuando se capturan, pero lo más importante, como dice el Cojo, con lo que cuesta el kilo ¡gratis te lo van a dar! ¿tu no serás tonto, no?... Acerté. Me retiraron los platos, me dieron un vale para, entre agosto y noviembre, pillar seis kilos de calamar de potera a una barquilla en el muelle de los cabrones. Me vendaron los ojos, me ‘endrogaron’ y me soltaron en la puerta de Los Bandoleros. Un olor a menta poleo me invadió... entré y le pedí a Agustín una tapa de caracoles. De ahí me fui al Día. “Deme un número que acabe en 523”, le dije al vendedor de la ONCE. Me dio un cupón y una tarjeta con el logo de una gamba, un carabinero y una cigala... en el texto decía: El juego del langostino de río... No lo dudé... pillé el móvil y llamé. Pa’ sibarita, un servidor... aunque me cueste la vida.