Vicente Verdú, en su obra reciente Capitalismo funeral, sugiere la tesis de que asistimos a la III Guerra Mundial. Es invisible, pero igual de devastadora. Estaría provocada por una clase política necia que hace tiempo perdió la confianza de la gente, por un sistema financiero que funciona cual maquinaria de producir estafadores sin escrúpulos, y por un tejido social que, ante este panorama, ha desertado de los escenarios tradicionales de participación pública para cobijarse en internet. Allí, en lo virtual, hierve a escala planetaria la génesis de una nueva democracia todavía en formación. Verdú enfatiza que la especulación forma “el esqueleto de luz de la cultura reciente”.
Especulación: mero reflejo de una verdad a medias. O peor: absoluta falta de sensatez no ya para aprovecharse del otro, sino para -el colmo de la locura- especular con uno mismo. Especular: mentir sutilmente para vender una idea, una mercancía o la propia persona.
Hace décadas, mentes preclaras (vg. Erich Fromm) ya advertían que el capitalismo extremo no estimula, más bien ahoga, las condiciones necesarias de la auténtica felicidad. Las libertades en que se sustenta, paradójicamente, nos han encerrando en nosotros mismos porque hay un reverso que no somos capaces de asumir. ¿Cuál será esa carga, preguntamos atónitos en esta época-falsificación? La duda, casi existencial, no la resuelve el Manual del Buen Hiperconsumidor De Cosas y Amores. Ni el del Honrado Diputado Que Se Tornó Un Inepto Insufrible. ¿Nos volveremos, cual girasoles hambrientos, a los fetiches? ¿Nos falta honestidad? ¿Sobran fantasías? Es el derrumbe de la idea-valor, pues no hay libertad posible sin responsabilidad. Y no hay responsabilidad sin tener en cuenta a los demás.
Dios murió hace mucho, pero es ahora cuando le hemos dado sepultura. En consecuencia, los cristianos rezan a Cristiano Ronaldo. Y las bibliotecas son reliquias, pero los pubs, en la hora del conticinio, se atestan de noctámbulos aseados que buscan exhibirse, sexo o simplemente compañía bajo reflectores de luz que mutan de color transparentando los espacios. Las redes sociales se han multiplicado infundiendo mayor cercanía, pues resulta imposible encontrarla en los parlamentos oficiales y -oh, paradoja- en las calles, devaluadas a autopistas por donde sólo circulan nuestras prisas rutinarias, nuestras ansiedades. Miren alrededor: hemos empezado a desafiar a todas las instancias de autoridad, pues desconfiamos de las personas que las ostentan.
Uno tiene la impresión de que la niebla del sistema ha incrementado la soledad, su angustia inherente y la necesidad misma de estar solos sin querer estarlo. ¿Qué nos está ocurriendo? ¿Es un conflicto radical en la confianza mutua que nos debemos? Es un caldo de cultivo donde germina otra forma de autoritarismo muy etéreo, pero más real cada vez, que está enquistándose en el nervio de la democracia social y la abroga de facto, sin golpes de estado, valiéndose de las conductas, los sistemas y las leyes que deberían rejuvenecerla en lugar de achatarla, tal como ha sucedido en Italia.
El nuevo siglo aventuraba un nuevo orden mundial y ha empezado con una Gran Depresión. Se diría que el universo entero precisa urgentemente de ayuda psíquica. Habíamos abrazado la libertad, pero como canta Bunbury queríamos ser libres, sentir, y que no nos pasara nada. Por cruel que parezca, estábamos abocados a darnos cuenta dolorosamente de que la individuación es necesaria, pero transfigurada en individualismo cerril causa estragos a los individuos concretos y a la especie. Habíamos olvidado (cito ahora a José Antonio Molina) que salimos libres del hogar para regresar de la sociedad cargados de deberes. Pero es cierto: sobrellevarlos sería más fácil si no hubiera cinismo en la política, vulgaridad en la cultura y tanta ira contenida en las clases medias, a punto de implosionar. Nuestro tiempo, creo, camina hacia una profunda crisis de conciencia. Y crisis tan descomunales obligan a pararse en seco, pero en seco. Y meditar.
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