Visitar la plaza de Trafalgar en Londres implica cierto poso de humillación moral. Puede que no tanto por las implicaciones patrióticas e históricas -toca saber perder-, como por el hecho de envidiar la capacidad de los británicos a la hora de venderse a los suyos como garantes y defensores de un bien común, pero sobre todo sin complejos. La cuestión es que allí mismo se alza, sobre su inalcanzable pedestal, la figura del almirante Nelson, retador y majestuoso; tan alto que es imposible que le lleguen los insultos de los españoles marcados por el estigma de aquella mítica batalla frente a las costas de Barbate.
Como digo, es historia, y hay que aceptarla tal cual, tanto como la propia derrota, y quien prefiera fanfarrias que se remonte doscientos y pico de años atrás y rememore las hazañas de la Armada Invencible. Porque lo que de verdad duele de Trafalgar Square no está en el centro de aquella plaza, sino dentro de uno de sus edificios, el que alberga la National Gallery, donde se conserva una de las grandes obras maestras de “nuestro” tesoro pictórico, La Venus del espejo de Velázquez, mangada vilmente, con nocturnidad y alevosía, por un militar británico durante la Guerra de la Independencia, y vendida a su regreso a las islas en 1813 a un tal John Morritt, quien la colgó en su casa de Rokeby Park, en Yorkshire, hasta el punto de que llegó a cambiar su nombre original por el de The Rokeby Venus.
Aunque se desconoce la fecha exacta de su creación, algunos investigadores la sitúan entre 1647 y 1651, en pleno periodo de madurez artística del pintor sevillano. La obra terminó en propiedad de la Casa de Alba, donde permaneció entre 1688 y 1802, fecha en la que Carlos IV ordenó a la familia que vendiera la pintura a su primer ministro, Manuel Godoy, que colgó el cuadro junto a las Majas de Goya en su propia residencia, hasta que se mudó con ella al palacio de Buenavista, en la plaza de Cibeles, donde se produjo el robo. El tipo, además de inglés, debía tener un gusto exquisito por el arte a la hora de decantarse por aquella obra, y cobró por su venta 500 libras, que no estaba mal para aquellos tiempos y tras el riesgo asumido, aunque el negocio llegó casi un siglo después, en 1906, cuando la National Gallery se hizo con la pintura por 45.000 libras.
Apenas ocho años más tarde, una joven canadiense, de nombre Mary Richardson, comprometidísima con la causa sufragista, decidió que la mejor forma de reivindicar la puesta en libertad de una compañera injustamente detenida era entrar con un hacha de carnicero en la sala donde se exponía la obra y destrozarla. Antes de que pudiera ser reducida, le ocasionó siete cortes al lienzo, en su mayoría sobre el cuerpo de la diosa desnuda, lo que obligó a una laboriosa y extraordinaria tarea de restauración, que ha implicado a su vez que el lienzo sea el único de todo el museo protegido por un paño de cristal.
Según reconoció la asaltante muchos años después, escogió este cuadro porque no le gustaba la manera en la que los hombres miraban “boquiabiertos” aquel cuerpo desnudo. Lo que la señorita Richardson parecía desconocer es que quien puede permanecer varios minutos embobado en ese cuadro no lo hace en dirección al cuerpo, sino al espejo, desde el que Venus, con el rostro difuminado, mira directamente a los ojos del espectador para desafiar su particular concepción de la belleza, y no ya la de una arrebatadora diosa, sino la de cualquier mujer, a partir del doble e inteligente juego planteado por Velázquez con su obra.
La putada es tener que ir a comprobarlo en persona a Londres, una de las Babilonias del siglo XXI, punto de enuentro de nacionalidades, culturas y tradiciones, y ciudad imprescindible, aunque sucia y maloliente en estos días, no sé si a causa de unos políticos con una determinada querencia al desconcierto y la estupidez, o a la desacostumbrada pesadez de las olas de calor. Es así y parece inevitable, pero mientras el mundo se va al carajo -y la capital británica parece un compendio del por qué- vale la pena sentarse unos minutos ante la Venus de Velázquez y perseguir respuestas en el reflejo de su espejo. Como terminaba a diario Ramón Trecet su programa en Radio 3, “buscar la belleza es lo único que merece la pena en este asqueroso mundo”.