La cantinela más repetida por los políticos del Ministerio de Defensa en los tiempos del Gobierno del Partido Popular cuando la oposición le espetaba la falta de inversiones en la ciudad, era que desde Madrid llegaban a San Fernando 7.500 millones de pesetas para salarios, que además se gastaban en gran parte en los establecimientos locales.
La segunda cancioncilla, que entonaba el entonces parlamentario popular por Cádiz, Juan Ibáñez Haro, es que entre los logros del PP estaba el haber conseguido suprimir el Servicio Militar Obligatorio. O lo que es lo mismo, que los jóvenes de La Isla no se tuvieran que marchar fuera cuando posiblemente estuvieran en su mejor oportunidad y por ende, que los del resto del Estado llegaran a San Fernando a perder un año de su vida haciendo instrucción.
Pues bien, en esas dos melodías -siguiendo con el símil para intentar endulzar lo que viene detrás-, está la letra de la decadencia del comercio en la ciudad, en una conclusión a la que se llega simplemente tirando de las hemerotecas desde finales del siglo pasado a la actualidad. Y es que las noticias sobre comercios que cierran o buscan locales a mejor precio no son de ahora, cuando hay una crisis económica. Vienen de lejos.
Es evidente que el complejo comercial de Bahía Sur hizo mucho daño al comercio tradicional del centro de la ciudad, sobre todo porque vendía como no vendía el comercio tradicional y ofertaba lo que no ofertaban los empresarios de siempre.
Pero no es menos cierto que esa parte de culpa de la situación actual se podía haber evitado en parte; primero si el Ayuntamiento hubiera cumplido los compromisos que tenía con la Asociación de Comerciantes de San Fernando (Acosafe), que resultó ser la gran engañada (con permiso de los propietarios a los que expropiaron para una cosa y luego fue para otra más productiva).
Segundo, si el comercio tradicional hubiera comprendido que Bahía Sur no era sólo una competencia, sino una nueva forma de vender y había que adaptarse a los nuevos tiempos. Lo hicieron algunos, dicho sea tanto como afirmación como pregunta.
Un poco después
Sin embargo, hay que avanzar en las páginas ya un poco amarillentas para darse cuenta de que el reguero de cadáveres en el comercio tradicional no parte de la apertura de Bahía Sur, ni siquiera de los años siguientes en los que, por lógica, ya deberían hacer fallecido por extenuación un buen número de comercios si realmente el complejo comercial había sido el detonante de una muerte anunciada.
El gran problema, las noticias con establecimientos cerrando -algunos tan conocidos como la Maestranza y muchos más- parten de los últimos años del siglo y de los primeros, cuando esos 7.500 millones de pesetas menguaron tan considerablemente que comenzó a notarse la caída en picado de establecimientos. Y no por la competencia, sino porque faltaba esa gente que cobraba los 7.500 millones y que dejaban parte del dinero en la ciudad.
Ni que decir tiene que si esa ingente cantidad de dinero que llegaba a La Isla era para los que tenían nómina, y muchos de ellos eran de La Isla y otros lo siguen siendo, no era nada despreciable la cantidad de dinero que dejaban los pelones en los establecimientos de la calle Real y los que cogían de camino, tanto para los reclutas de Camposoto como para los marineros del Centro de Instrucción de Marinería.
Ahora, pasado el tiempo, es fácil observar cómo el camino desde el CIM a la plaza del Rey y desde Camposoto al mismo sitio, está regado de locales donde antes hubo un negocio. Y los que sobrevivieron a la plaga añoran esa entrada de dinero que se fue por la supresión del Servicio Militar Obligatorio, esa cantidad de padres y familiares de soldados que cuatro veces al año se comportaban como una bendición para las cajas registradoras.
Tal es así que en La Isla, hace pocos años, había hasta varias discotecas que se fueron perdiendo en la misma medida en que se fue el cliente potencial más leal que tenían: el pelón y sus hormonas. Y los jóvenes isleños emigraron buscando diversión porque hay dos movimientos que no tienen discusión: cuando una ciudad deja de prestar servicios porque los clientes no son suficientes en calidad y número para rentabilizarlos, los que quedan buscan fuera lo que dejaron de encontrar dentro.
Demasiado desmantelamiento
Los cambios a que sometió el Ministerio de Defensa a las Fuerzas Armadas, bajo el mandato de Federico Trillo, en pleno proceso de creación del Ejército Profesional, ya fueron calificados por los propios militares fuera de micrófonos por los continuos vaivenes y cambios de postura de los políticos de turno. Pero independientemente de una cuestión para la que doctores tiene la iglesia, la mayoría de ellos se tradujeron en La Isla en una disminución del personal militar, a veces con casos de traslados que luego se desmostraron que obedecían a motivos políticos y electorales auspiciados por el que en San Fernando fue considerado como persona non grata, cartagenero por más señas él. Todo el grueso del personal ha sido trasladado progresivamente a Rota, despojando de contenido instituciones militares que en su tiempo fueron santo y seña de La Isla. Y desgraciadamente el tiempo no ha dado la razón a quienes vaticinaban que la profesionalización de las Fuerzas Armadas -y por ende soldados y marineros con un mayor nivel adquisitivo que los pelones del siglo pasado- iba a traducirse en un mayor negocio para el comercio, e incluso para el mercado de alquileres. Si en algún momento eso pudo haber sido posible por los sueldos que cobran los militares de hoy en día, el desmantelamiento ha sido de tanto alcance que apenas quedan los que sirven en el Tercio de Armada -la mitad de los efectivos, porque la otra mitad está en misiones internacionales-y unas decenas de mileuristas a modo de personal civil, cabreados con quien un día consideraron sus propias madres. E incluso los pocos que quedan, en lo que a alquileres se refiere, han preferido las ventajas de otras poblaciones para poner el nido.
La incompetencia de unos pocos
Lo normal hubiera sido que ante un cambio tan radical en el modus vivendi de una ciudad, los políticos locales hubieran impulsado alternativas, a su vez incentivadas por el Gobierno central hacia una ciudad que había prestado grandes servicios a la defensa nacional, aunque la defensa nacional le hubiera prestado ese modus vivendi de las catorce cosechas desde los tiempos de Carlos III hasta finales del siglo XX. Pero no ocurriò. Ni el Ministerio de Defensa dejó nunca la puerta abierta a una reutilización del tercio de suelo municipal que utiliza -y hay grandes frases para la pequeña historia de la ciudad en las hemerotecas, pronunciadas por políticos de todo signo-, ni el gobierno municipal tuvo nunca las ideas claras y la intención sólida de tomar las riendas del nuevo destino de la ciudad. Antes bien, alternó la reivindicación del suelo militar en desuso o con un mejor uso que la ‘ocupación’ de hecho que supone Camposoto con unidades fácilmente trasladables (por ejemplo a Cáceres, donde estaban algunas), con mensajes contradictorios como no queremos que se vayan los militares pero que nos den el terreno. O como decía la insigne senadora socialista María Jesús Castro, alto cargo actual de la Comisión de Defensa del Senado, que se vayan a la población militar de San Carlos y que dejen libre Camposoto, porque unas Fuerzas Armadas modernas no necesitan tanto espacio como antes. Las alternativas a todo lo que se perdió desde Camposoto a la plaza del Rey y desde la plaza del Rey al CIM, son, pues, en ejemplo palpable de la incompetencia de unos pocos y la pasividad de la mayoría.