Ocurrió en Alemania hace exactamente cien años, en septiembre de 1923, cuando la inflación se situó en el 29.500%. La imagen que retrata aquel momento aparece recogida en muchos libros de historia, y muestra la etiqueta del precio de la barra de pan, que llegó a costar 233.000 millones de marcos. Nosotros, salvando las distancias históricas y socioeconómicas, ya tenemos la foto que retrata el impacto de la inflación en nuestras vidas: la de las botellas de aceite de oliva virgen extra en los lineales con un precinto de seguridad, como si llevaran una etiqueta de Jack Daniels o de Hendricks.
Después de que la producción nacional se haya reducido en un 50% a causa de la sequía, el precio del litro se ha situado esta semana por encima de los 9 euros y el de las garrafas de cinco en torno a los 45, y los grandes supermercados han optado por la prevención para hacer frente a los hurtos de un producto de primera necesidad: ya no se trata de que te burlen el ron para que la pandilla haga botellona, sino de que te revendan rebajado el aceite para que alguien pueda freír unos boquerones.
Y sin embargo, la merma que la inflación está causando en el poder adquisitivo no ha impedido que el sector turístico esté a punto de cerrar el verano con unos datos que superan algunos de los mejores registros de la serie histórica, sobre todo en lo que respecta a la afluencia de visitantes. Según apuntaba Cristina Galindo en una información publicada en El país, los expertos explican esta especie de contradicción a partir de una especie de fenómeno: la gente ha antepuesto sus ganas de viajar tras la pandemia a cualquier otra necesidad imperiosa; “prefieren irse de vacaciones que cambiar el coche o la nevera”.
Según los datos del INE, el gasto medio por turista a nivel nacional, solo durante el mes de julio, ha sido de 1.367 euros, y el gasto medio diario de 185 euros, si bien ha descendido la duración media de los viajes. Unos números en los que ha tenido una notable influencia el incremento de extranjeros que han visitado nuestro país. Ya sabemos que la provincia de Cádiz se beneficia, principalmente, del turista nacional, pero, a falta de balances oficiales, ha bastado cualquier visita a las playas del litoral o un paseo por El Puerto o Tarifa para tomar conciencia de la dimensión del destino en líneas generales, así como también del riesgo de morir de éxito.
Las cifras del paro, que se conocerán este lunes, permitirán evaluar igualmente el músculo laboral de un sector que se ha convertido en uno de los grandes motores económicos de la provincia durante la última década, sin que hayamos encontrado de momento la fórmula para seguir los pasos de Málaga, segunda provincia andaluza con menos tasa de paro (15,8%) gracias a su apuesta por el pujante papel del sector tecnológico y digital en su territorio.
Cádiz sigue liderando el ranking por arriba con un 22,1%. Es cierto, hace diez años casi duplicaba esa cifra (41,2%), pero las diferencias con otras provincias del norte de España son aún insalvables: Guipuzcoa, con un 6,5%, tiene la tasa más baja del país. Las causas, ya lo sabemos, son estructurales, pero tampoco son específicas de nuestro país. En Italia se repite una circunstancia muy similar: la tasa de paro en Bolzano, que comparte frontera con Suiza y Austria, es del 2,3%, mientras que en Catania, en plena Sicilia, supera el 17%.
Los datos los aporta el economista Marcel Jansen en un reportaje de Emilio Sánchez Hidalgo en el que echa en falta “políticas que fomenten la convergencia de las regiones más desfavorecidas con el norte del país”, ante la falta de soluciones planteadas hasta ahora por el Gobierno y los agentes sociales. Y ahí emerge de nuevo el ejemplo o el modelo de Málaga frente a la industria que optó en su día por situarse más cerca de Europa que de África, del norte que del sur. Como escribió Mario Benedetti, “el norte es el que ordena”, pero “el sur también existe”, se llame Cádiz o Catania.