Hay días en que no encuentro palabras para definir la estupidez. Tal vez porque la estupidez es un atributo esencialmente humano. Y yo también lo soy. Humano y estúpido. Igual que todos. Hace algún tiempo creí todo lo contrario. ¿Debo explicar aquí los motivos de semejante anomalía en el discernimiento de la realidad? Basta decir que probablemente percibí desde muy temprano que la realidad es intrínsecamente hostil por obra y mérito del hombre, de la mujer, y como defensa me alejé de ella. Y al alejarme mis ojos creaban a cada instante otra realidad paralela que (paradoja) no podía encontrar porque no podía verla. Porque era inexistente. El cultivo de la imaginación, cuando se desmesura y presta su aliento a las glorificaciones, produce tamaño desconcierto.
El conflicto entre lo que somos y lo que anhelamos ser fue el gran descubrimiento de Freud. Pero explicó los trastornos psíquicos mediante su vínculación a factores esencialmente biológicos. De ahí, por ejemplo, la importancia que otorgó a los impulsos sexuales y a su represión. Los psicoanalistas que partieron de las premisas de Freud para superarlas, en cambio, trataron de arrojar un poco de luz poniendo el foco en el medio cultural en que cada ser humano se desenvuelve desde que nace. La cuestión es: ¿qué nos afecta más: nuestra naturaleza en tanto que entidades orgánicas o nuestro entorno?
Carl Gustav Jung admiraba a Freud, aunque acabó alejándose de él. Tanto se alejó, que se encontró a sí mismo en la torre que se hizo construir en Bollingen, a la orilla de un lago. Contemplando las aguas quietas, adentrándose en las corrientes subterráneas, exploró los arquetipos, las sombras y los sueños que pueblan la mente. Jung dijo poco antes de morir en 1961: “El mundo cuelga de un hilo delgado. Ese hilo es la psique del hombre. No nos amenazan catástrofes naturales. La bomba atómica no existe en la naturaleza. El hombre es su creador. Somos el gran peligro. La psique es un gran peligro.”
El ser humano tiene la cualidad de engendrar en sí un deseo de trascendencia de tal envergadura, que acaba escapándose de su voluntad consciente y, una vez desembridado, genera nefastas consecuencias. El afán de poder, la soberbia, el odio, la idolatría de uno mismo o proyectada en tótems externos y el arrastrarse hacia la destructividad son las más visibles. Pero todo es razón de nuestro desamparo, de nuestra más íntima vulnerabilidad como individuos y como especie. Somos entonces proclives a tratar de compensar el miedo sentido dando alimento a la grandiosidad. Sin embargo esa indefensión podría, si no desaparecer, al menos mitigarse si la cultura en que vivimos no fuera tan achatada, tan cínica, y el valor de lo netamente humano prevaleciera siempre.
Tal vez mis palabras suenen a utopía. Hoy día, suena verdaderamente raro todo lo que no sea hablar de atletas de élite (que no de deporte), de políticos (que no de política) o de escándalos financieros (que no de sus causas auténticas). Hoy día, en mi opinión, la hojarasca es más densa que nunca, pues no debería serlo. En nuestro momento único de la evolución nos revelamos incapaces de comprender que allá donde hay un latido, la vida pugna por abrirse camino. Somos nosotros los que la torcemos y perdemos el rumbo. No es responsabilidad de nadie, y de todos a un tiempo. Es responsabilidad del hombre, la mujer y la cultura, la primera y más díscola de sus descendientes. Ésta es, en última instancia, la enseñanza de Freud, Jung, Horney o Fromm. Pero resulta demasiado duro aceptar las motivaciones ocultas de nuestra terca irresponsabilidad.
En el diván del conocimiento no se halla la comodidad que prometen los impactos publicitarios. Al menos mientras el proceso que te lleva a conocer va asociado al dolor, a la comprensión de los desajustes, a la lucha inacabable por humanizarte. Al menos mientras vas desprendiéndote de la falsedad que se agregó al acto de pensar, intrusa ladina, poderosa y acomodaticia, y más compleja de lo que aparenta. Una compañera de viaje de la que es preciso despedirse. Y la ves en todas partes.