Recuerdo aquella primera algarabía de luz, ese pulso perfecto, inalterable, perturbador que, para siempre, mantendría en hora el goce constante de nuestro latir. Entonces, los ecos de aquel paseo desconocían el trinar de los vencejos, la forma de la línea curva y el agónico refugio de la esperanza. Ignoraba, también, el revuelo que supondría cada caída, como descuidaba la enseñanza que transfería cada gota de sangre derramada.
Iba, así, introduciéndose el contacto con lo primario: la pena, el triunfo, la trascendencia, lo inolvidable, la pasión, la desgracia… Aquella realidad era un viaje de inalcanzables vuelos, un ir tan alto, tan alto, por dar a la caza alcance que su horizonte se escapaba de todo intento de adivinación.
Recuerdo aquella luz de primavera que florecía, en pleno octubre, como un rosal espinoso de frutos pálidos, delicado, sorpresivo, doloroso, en mitad del jaleo de una explosión de acordes jaleados, y que, con pleno desconocimiento ante el porvenir, iba tatuándose con un reguero de tinta de poemas alegóricos.
En los pensamientos de aquel a quien hoy pintan mis palabras, no había propuesta de mudanza, ni deseos, apenas, de belleza por aquella luz que, casi divina, empezaba a arder en su alma como una llama de amor viva, lumbre de leña que rememora, con las acertadas palabras del poeta, ese silencio que es tierra fecunda. Quizás, sin más, todo era un juego incomprensible de lanzas esquivadas y flechas al corazón.
Aquella historia sigue siendo hoy una continua duda entre las cosas soñadas y sucedidas, parafraseando al poeta de Conde de Barajas, si bien conforma esa realidad que alimenta “suspiros y risas, colores y notas”, pues todo eso plasma este himno indescifrable que compone la primera página de esta historia que embellece nuestro designio.
Caían por la tarde de otoño las hojas, hojas que, convertidas ahora en nueva sustancia, desfilan por el discurrir de la añoranza, papiro fecundo de versos y moralejas, secas las lágrimas del dolor, ya enaltecida la herida en medalla, espejo de dudas que refleja, ahora sí, con nitidez el clarear de la orilla junto al río, el cauce sereno, bucólico, de una égloga correspondida.
Porque aquella memoria es la mía y es la suya ante el primer amanecer, ante la primera nana que jamás imaginaba, ante la primera verdad de fe que nos conmueve, en la que, solo por el deseo de pervivir en lo insustancial, somos capaces de alcanzar ese anhelo de eternidad que solo en Dios nos abraza.