Decía José María Pemán en su libro “Andalucía”, (reeditado en 2016 por la editorial Almuzara) cuando describía los caminos por los que entrar en Sevilla, que la Avenida de la Palmera era “como una calle Sierpes hinchada”. Ignorantes de cómo encontró similitud don José María, debemos deducir que la Palmera era en aquel momento una Avenida con sabor a Sevilla. Porque en aquel momento lo era: la profusión de chalet de diversos tamaños eran un recuerdo permanente a la arquitectura neo barroca o regionalista, aunque a los arquitectos modernistas, los que han perdido el compás, será que en su estudio sólo tienen el doble o el triple decímetro no soportan que se les de ese nombre. Debe ser que su economía (mental) no da para más.
Desde ese punto de vista es encomiable la comparativa. La Avenida más ancha de Sevilla, parte de un trazado plenamente rectilíneo, era una típica calle de Sevilla, en la interpretación del escritor y en aquel momento lo era, hemos dejado escrito más atrás. Lo era por sus edificios, recuperación respetuosa de un concepto estético que ha mantenido Sevilla desde su fundación hace más de tres mil años por el forzudo semi dios, que también podría haberse buscado otros méritos en vez de molestar a Gerión que hasta estuvo dispuesto a acogerlo con toda la amabilidad que Andalucía ofrece a sus visitantes.
Todo eso es pretérito. Era. Bastantes de los chalet que jalonaban la amplia avenida han caído bajo el peso del hormigón, siempre el hormigón en la faz, para destruir u ocultar destrucciones antes que para construir. Que construir es mucho más difícil que destruir. Llama la atención con dolor, que la autoridad urbanística correspondiente se niegue a aceptar un acristalado incapaz de deformar la estética de la fachada, después de haber aprobado varios adefesios, varias cajas de zapatos para desfigurar el perfil de la Avenida con lo que ya distinguen y alejan La Palmera de la calle Sierpes. Desde luego está claro que con “conservadores” así, maldita la falta que nos hacen más destructores.