Dos turistas estadounidenses se han quedado en la parrilla de vuelta de un crucero. Culpa suya que – como a mí- les gusta ser independientes y jugarse las castañas a su suerte. Todo cuenta en esos barcos donde está tarifado hasta lo que sueñas, también las excursiones que no están incluidas en el total del crucero, pero que te ofrecen luego y que -como son de la compañía -incluyen como ventaja adicional que el barco no se va hasta que no llegas. A los Gordon- que es como se llaman los estadounidenses que se quedaron en embarrados- les debe ir la marcha, el ir por libre o el quitarte de ver las caras de los de siempre en los desayunos, almuerzos y cenas. Yo que les veo vomitados con sandalias y mochilas, despegando del muelle de Cádiz, leyéndoles en las cuencas la impaciencia por ver, pero sobre todo por contar lo que han visto, les aseguro que los Gordon tendrán mucho más que contar que cualquier otro pasajero.
Dicen en prensa que ya no lo harán más. Já. Lo dudo mucho, porque lo mejor que hemos preservado de nuestra especie son esas ansia de libertad fuera del rebaño patrio. Llegados a una mayor edad- que no vejez puñetera con pañales adosados y peregrinaciones a ninguna parte- donde parece que te quedan tres telediarios para apalancarte en la otra, solo la libertad de hacer lo que nos dá la gana es lo único que nos separa de la chochez más absoluta. Imagínense que los Gordon- que no lo sé, pero imaginen- son jubilados de porche de película con esas tardes tediosas y olvidadizas donde las cigarras explotan por inercia y los árboles parecen de postal antigua inamovibles y siezos. Imagínenselos en su casa encrochetada sin hijos, sin perros, sin ladrones, sin vida, pegados a una pantalla ciega con noches por pasar y días abominablemente aburridos. Pero se les ocurre hacer un crucero, a ellos tan pacíficos y rigurosos, de misa a diez y cuellos planchados, quizás porque lo hicieron más gente de la familia, porque iban con amigos o porque ya tocaba. Vayan usted a saber. Pero lo hicieron y estuvo bien, qué narices ese invento está hecho para disfrutar no para llorar a ratos. Solo que, a medida que el mar se les metía por las nasales, Claudene se ponía más y más sonrosada con un olor pasmoso a gamba rebozada en aceite de oliva y Richard empezaba a mirarla (con deseo furtivo) como hacía al poco de casarse. Pasaron de la hamaca estática- frente al mar en calma- al camarote de los hermanos Marx con adoctrinamiento sesentero y ventajas maritales. Cómo no, el viaje empezó a hacerse más y más interesante, Richard sonreía a todas horas y Claudene no podía estar más guapa. En Cádiz lo petaron… las calles viejas adoquinadas, las tapitas de ensaladilla, el pescadito frito y los boquerones en vinagre les dieron sangre en las venas y alas para irse de excursión solos desde Motril a Granada como dos tortolitos que se socorren a las bondades del rey Moro que sabe tanto de amores fugados. Luego no pudieron volver a tiempo porque una tormenta les dio una bofetada, pero les valió la pena el disgusto de ver que el crucero había partido sin ellos, porque comenzó otra aventura por entre islas baleares de mares azules y noches estrelladas –solos- hasta embarcar de nuevo.
En Ibiza ya retomaron como héroes del silencio, homenajeados e incluso criticados a sus espaldas, no solo por su locura de chiquillos de irse de escapada a la francesa, sino por no haber pagado para hacer una excursión reglada al mismo sitio por unos pocos más de euros. Pero la calor en las mejillas de Charlene, los enfados adolescentes de Richard, o esa aventura tan gratificante- y todo lo que les envolvió en ella- será para revivir muchas veces en lo que les quede de vida, que ya les digo por experiencia que es tesoro -más querido que ninguno- tener contigo a quien te quiere aun en porches adobados de cigarras chirrionas, con árboles llorones que envidian tu suerte.