El acento argentino lleva implícito cierto afán cautivador que, en determinados escenarios, despierta una irrefrenable capacidad de seducción. Mi primo Manuel lo utilizaba como táctica para ligar cuando iba a otras ciudades. No contaba con que uno de esos ligues hiciera también su mismo camino de vuelta, pero eso ya es otra historia. El tipo se sabía de memoria los discos de Les Luthiers, tenía arte y repertorio para rato y en cuanto veía una chica que le gustaba allá que iba con todo el encanto porteño que sólo podía conocer a través de la televisión: “pero que linda que sos”.
Tampoco hay por qué llevarlo todo al sexo. Hablemos de cosas más importantes. El fútbol, por ejemplo. ¿Acaso hay algo más cautivador que escuchar al flaco Menotti hablando de su visión del juego? Puede que ni siquiera llegues a entenderlo o que lo que plantee sea descabellado, pero lo cuenta tan bien, con ese tono grave y apasionado, que parece estar desentrañando los misterios del universo.
Algo parecido debe haber en las soflamas del lenguaraz Javier Milei para que congregue a miles de personas, vaya donde vaya, y lo vitoreen como a una estrella del rock, aunque dudo que tenga que ver con el acento; más bien con la desfachatez de su discurso que, de inicio, lo que provoca es una pregunta inevitable: ¿acertarán los argentinos en algún momento con los residentes de la Casa Rosada? Pero bueno, como decía mi profesora de periodismo político, “no puede haber tanta gente equivocada”, así que cada uno en su casa y Dios en la de todos.
La cuestión es que Milei ha venido a la nuestra y ha entrado por la puerta de atrás, casi sin llamar, azuzado por Vox y envalentonado por lo de las “sustancias” que le dijo el muy diplomático e incendiario Óscar Puente: ya sabemos que las casualidades no existen en política, y si el ministro sembró una tormenta, ahora han disfrazado de tempestades lo que no ha sido sino una estrategia para establecer un nuevo relato, porque, como apuntaba Paloma Matellano en El Mundo hace unos días, “quien impone el discurso, gana las elecciones”.
Y esa imposición, apoyada en el debate interesado, tanto a nivel político como mediático, ha dejado de lado otros significados más preocupantes que los relativos a las alusiones a la mujer del presidente y al “cobarde” de “Pedrito, que lo tengo en match point”. Si incitas a un provocador, ahí tienes -ahí tenés- el resultado. Por eso no existen las coincidencias.
En realidad, como ciudadano, no me preocupa lo que dijo Milei al respecto -allá él con sus palabras y sus actos-, y menos aún la reacción desairada de nuestro Gobierno, dentro de esa hoja de ruta desde la que da lecciones de estrategia como una burla a sus adversarios, sino el significado del acto por sí mismo, la puesta en escena, eminentemente “populista”, aunque sobre todo de inspiración fascista. Milei es “el león”, de acuerdo, pero se cree que es Mufasa, cuando en realidad sus gestos le delatan: a quien se parece es a Scarr, que cantaba en El rey león, “se acaba una era, la nueva os espera.¿Y qué papel es el nuestro? Oid al maestro. Preparaos”.
Él empezó cantando: “Yo soy el león, rugió la bestia en medio de la avenida, lloran los zurdos”. Norma Mandolini recordaba en La Nación que el uso de la palabra “zurdo” en la Argentina -por el otro lado, “facho”- es una “descalificación moral, usada como insulto, con el propósito de malherir”. No sé si aquí alguien se dio por aludido, pero por un momento pensé: qué bueno sería que los micros se balancearan hacia atrás, como en El gran dictador ante el discurso de Hinkel. El humor, como demostró Chaplin, es el mejor discurso para desbaratar los cimientos del horror, pero lo de Milei con sus canciones, su descaro y su carajo de libertad no es el club de la comedia, es un trampantojo para quienes sólo han sabido vivir en libertad y, por ende, ajenos a los discursos del odio que brotaron hace un siglo en Europa con funestas consecuencias. Y vos tenés que saberlo.