De vez en cuando, por lo general a través de la manifestación de un político conocido, se cuela una palabra o una expresión que, en una sociedad que nunca se siente ahíta de novedades y habla con un lenguaje muy pobre, se recibe con alborozo, se extiende y se populariza.
Hay épocas. En los finales de los setenta y principios de los ochenta, si no decías obsoleto no eras nadie.
A mediados de los ochenta, en la lista de éxitos, se colocó implementación, y en el inicio del segundo decenio del siglo XXI gana con ventaja el plan B. Da lo mismo que se trate de una epidemia de gripe, de la preparación de los festejos de unas fiestas patronales o de los comienzos de una revolución.
Si quieres aparecer como una persona reflexiva debes preguntar si existe un plan B. La primera vez que escuché la expresión, creo que fue hace muchos años, en una película policiaca. El segundo de la banda, ante el estrepitoso fracaso del plan que habían urdido le pregunta al jefe si tiene un plan B. El tipo saca una pistola y le pega un tiro al preguntador. No tengo pistola, y me alegro, porque cuando escucho, en un mismo día, lo del plan B por vigésima cuarta vez, me veo poseído, a mi pesar, de malas intenciones. Intentando ir más allá de las formas, es decir, reflexionando sobre el fondo del significante, he llegado a la conclusión de que nunca hay un plan B, por la sencilla razón de que apenas existe un plan A. No había un plan B para la crisis económica, no hay un plan B para la explosión del Norte de África, como no hubo nunca un plan B en la bahía de Cochinos, que puso al mundo al borde de la III Guerra Mundial, ni nadie tenía un plan B si caía el Muro de Berlín.
El plan B es una forma retórica de inquirir al atribulado político qué se le ocurre ante lo inesperado. Y ese es todo el plan B. No se desilusionen.
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