Con “Música para tigres” (Renacimiento. Sevilla), Alejandro Bellido obtuvo XXIX premio
Espuela de Plata Rafael de Cózar, 2024.
Es este su tercer poemario, tras “La muerte en Cyterea” (2018) y “La oculta esperanza”
(Sonámbulos, 2021).
En esa penúltima entrega, el autor onubense cerraba el volumen con “Rendición”, una coda donde advertía: “Porque lo malo ya rebosa, aprende/ de una vez a vivir en soledad./ Han sido muchos años de intentonas fallidas/ ajustando, radiante de esperanza,/ frente al espejo todos/ los días una nueva soga”. Ese hálito de desaliento, de cierto desamparo frente al discurrir de un incierto mañana, parece sobrevolar algunos de los poemas que sirven de pórtico a esta nueva entrega. Sobre todo, en su primera sección, “La lluvia”, que se abre con el poema que, precisamente, da título al conjunto, “Música para tigres”: “Somos los perdedores,/ aquellos que caminan por la vida/ con la cabeza y las orejas gachas/ y el rabo entre las patas; somos perros/ apaleados, ignorados, rotos…”
Desde ese espacio que pareciera palpar el desengaño se orillan unos textos que saben a frustración, a impotencia, y en donde el yo lírico trata de articular una manera de sacar rédito a la desilusión. Porque como dejase anotado Henry Ford, “El fracaso es, a veces, más fructífero que el éxito”. Frente a la contrariedad, pues, Alejandro Bellido apuesta por la dicha de la acordanza, por orillar un mañana que vislumbre un futuro de mayor certidumbre al par de unos versos “que no pretenden levantar un símbolo;/ que son tan solo una forma/ vana de retener aquel recuerdo aquí,/ como una mariposa/ clavada en un papel con una aguja,/ para evitar que el tiempo/ la desintegre…”.
Al hilo de estas páginas, hay un decir sin distorsiones, riguroso en su semántica, abarcador en la materia biográfica de cuanto acontece en derredor de su protagonista. Con sabio pulso rítmico, su unánime discurso conjuga con un afán humano, donde lo cotidiano, lo familiar, se alza en busca de ese lado secreto, sagrado, que tiene la poesía y que, en buena medida, permite la celebración de la vida.
A través de una palabra intuitiva, realista, los poemas se suceden con la virtud de que no sólo laten y sienten, sino que también hacen sentir: “Llevo en el pecho un fuego/ cerca del corazón que arde y arde/ que es mi tesoro más preciado y juro/ en este instante/ que el obstinado tiempo/ no me lo robará/ y, además, juro (…) que ese fuego perpetuo que los dioses/ encendieron en mí/ volará al horizonte/ incendiará los cielos,/ será un sol/ nuevo que alumbrará con nueva luz los días/ venideros…”.
En suma, un cántico transido de verdad, legítimo en su verbo llameante y que consolida la voz de un autor que ha sabido modelar y madurar su lírica y tornarla cómplice promesa para los lectores: “Pese a todo tu vida será digna de elogio,/ de libertad un símbolo, y serás recordado,/ pues digno es tropezar si eliges tú la piedra;/ pues digno es fracasar si lo haces con tu rostro”.