En política, como en la vida, es imposible establecer un programa de gobierno inmune frente a todo avatar. La política opera sobre la realidad, que es cada vez más cambiante y flexible. Se trata –eso sí- de detectar aquellas partes indeseables de la realidad que deben cambiar cuanto antes, y con arreglo a cuáles prioridades, por la acción eficaz de la política, siempre que se entienda que ésta no es otra cosa que un poderoso instrumento al servicio exclusivo del interés general, concepto este último a veces recurrente, pero que en el fondo de su raíz, cuando es adecuadamente interpretado, entronca con el de justicia.
Se trata, en suma, de diseñar las líneas maestras, los principios generales, por los que debemos conducirnos para no ser erráticos, irresponsables o malos gobernantes. Sin principios generales que sirvan de soporte a la acción política, la política se convierte en una suerte de embocadura que estrecha los anhelos de vivir mejor de las personas y los grupos sociales en los que se integran. La causa es fácil: los principios generales constituyen el acervo moral, el basamento ideal en que se apoya cualquier decisión posterior que haya de tomarse.
Sin los principios generales la actividad política es vorágine, improvisación, por mucho que reporte a sus protagonistas activos mayor o menor capacidad de influencia. Con ellos, sin embargo, la política se desliga de las falsas tentaciones de erigirse en abstracción monopolizadora de la verdad, mira más allá de sus propios intereses y se prepara para aspirar a su fin más noble y delicado: gobernar la comunidad de modo que la vida de las personas sea, si no más sencilla y feliz, al menos más soportable. Y esto sólo puede hacerse mediante el progreso, un concepto identitario de la especie humana que no comprende exclusivamente la mejora de las condiciones materiales de vida, aunque parezca que sólo en ellas se manifiesta. El fin de progresar ha sido el motor de la humanidad entera.
En cada avance social, en cada pequeño paso cultural que nos ha alejado de la barbarie generada por el hombre contra el hombre, la especie humana ha derrotado a la injusticia y a las indignidades que ella misma ha creado a lo largo de su historia. Progreso es sinónimo de vida más inteligente. Progreso, en política, es sinónimo de respeto escrupuloso a los derechos de la persona, que son previos a la instauración de cualquier instancia de poder. Progreso es saber que los llamados ‘derechos colectivos’ se fundamentan mejor y están mejor protegidos a partir de la toma de conciencia del significado de los derechos individuales.
Progreso es sinónimo de responsabilidad y de dignificación humana, en su doble dimensión inescindible de vida privada y social, pues no hay otro medio de encontrar la libertad personal sino llegando a la sociedad, para volver de ella y regresar al hogar cargado de deberes. Los ciudadanos confían en que la política resuelva sus problemas acuciantes, en lugar de agravarlos. El poder no debería tener otra utilidad. Históricamente, la democracia ha aglutinado esa esperanza justificada de las personas y de los pueblos. Debemos preguntarnos si la democracia sigue cumpliendo este papel tan trascendente. Debemos cuestionarnos en cada instante si los demócratas lo estamos haciendo bien.
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