Es cosa digna de admirar la afición que tenemos por los juicios absolutos. En los años que llevo como periodista especializado –es un decir- en deportes, he conocido ya unos cuantos “mejor jugador del mundo” y algunos “mejor equipo de la historia”, por no hablar de los “partidos del siglo” de los que he sido testigo. Hace unos días, sin ir más lejos, Emilio Butragueño - tan inteligente jugador como intrascendente directivo- afirmaba que el Real Madrid tiene la mejor plantilla de su historia. Me coincide esto que dice el Buitre con la relectura de un libro delicioso: “Gracias, vieja”, en el que Don Alfredo Di Stéfano (me pongo de pie) le cuenta a Alfredo Relaño los recuerdos de su vida. Yo, a Di Stéfano, no lo vi jugar. Pero ahí va un dato: cuando Santiago Bernabéu lo ficha en 1953, el Real Madrid había ganado dos Ligas en 25 años. En los once que Alfredo vistió la camiseta blanca ganó ocho Ligas, una Copa, cinco Copas de Europa y una Intercontinental. Una de las delanteras de aquella época la formaron Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento. Repito, no los vi jugar... pero tengo el pálpito de que aquel equipo no tenía mucho que envidiarle al actual. Bueno, sí. Ferraris y cuentas bancarias. No me resisto a contar una anécdota. Cuenta Don Alfredo que Bernabéu no le dejó comprarse un coche hasta dos años después de su llegada a España. Sólo después de ganar la primera Copa de Europa el presidente le dio permiso para que se comprara... un Seat 600.
Otra afirmación habitual estos días es la de calificar al Barça de Pep como “el mejor equipo de la Historia”. Yo no lo sé. Es, sin duda, el mejor equipo que ha tenido el Barcelona jamás. Así lo dicen los resultados, y es poco probable que nunca los barcelonistas vieran a su equipo jugar tan bien tan de seguido. Pero... ¿de la Historia? ¿De toda? En el último siglo hubo equipos de mucho mérito. El Milán de Sacchi, el Madrid de la Quinta o el de las cinco Copas de Europa, el Brasil del 70... Pero déjenme que me quede con un caso que, ya lo sé, resultará un poco chocante: el Nottingham Forest de los 70. Era un equipo mediocre, de Segunda División, que un día decidió contratar a Brian Clough. Ríanse ustedes de Mourinho o de Javi Clemente. Este tipo –un genio- afirmó una cosa como la que sigue: “cuando me ingresaron en la unidad coronaria, recibí un telegrama que decía: no sabíamos que tenías uno...” Pues bien, con Clough el Forest subió a Primera División, conquistó en su primera temporada la Liga y la Copa inglesas, y en los dos años siguientes... dos Copas de Europa. Nunca otro equipo ha logrado repetir algo así. Es como si, pongamos un ejemplo, lo hubiese hecho el Xerez (¿por qué me sale siempre ese ejemplo?). En el funeral de Clough, tras cuya muerte la industria cervecera británica entró en una seria crisis, un aficionado del Nottingam afirmó: “Él nos dio nombre. Olvidaos de Robin Hood. Acordaos de Brian Clough”.
Por no hablar del “mejor jugador de la Historia”. Esta afirmación si que me ha parecido siempre una solemne estupidez. Si no somos capaces de ponernos de acuerdo sobre quien es el mejor ahora (madridistas y portugueses reivindican a Ronaldo, el resto del universo a Leo)... ¿como vamos a saber quien es el mejor de todos los tiempos...? ¿Y que sentido tiene? ¿Maradona o Pelé? ¿Y como comparamos a jugadores distintos? ¿Dónde, por ejemplo, quedarían los porteros? ¿Cómo encajaría un jugador de hace cincuenta años en el fútbol actual, o uno de los de ahora en el aguerrido y violento balompié de los 50?
Del fútbol que vi - que ya va siendo bastante- la vitrina de mi memoria guarda en un lugar preferente a un tipo que no anda en ninguna lista. Se llamaba –y se llama- Jorge Alberto González Barillas. Le llamábamos Mágico, y solo los que le vimos jugar sabemos porqué.