Yo creo en América”. Con esta frase memorable da comienzo la saga de El Padrino, tal vez la mejor película de todos los tiempos no sólo porque su guión está basado en una novela espléndida, también porque su director, Francis Ford Coppola, desafiando las directrices de la Paramount, fue capaz de imponer un elenco de actores (Marlon Brando, Al Pacino, Robert de Niro) en quienes nadie creía y sin cuya actuación el film nunca hubiera sido el mismo.
Pero El Padrino es mucho más que la obra maestra de un director que con apenas treinta años habría de revolucionar la industria del cine. A la melancolía de la banda sonora que compuso Nino Rotta –en realidad un personaje más de la historia-, se añade un trasfondo emocional del que participamos casi todos los que admiramos la trilogía: cuando el telón cae definitivamente, uno siente compasión por Don Vito Corleone, uno se identifica con las tribulaciones que sufre su familia, a tal punto que llegamos a olvidar que se trata de mafiosos, capos de la cosa nostra, hombres de honor. Criminales.
Pues, en verdad, el interrogante que la película deja flotando en el aire, como un miasma, es muy simple: ¿quiénes son los malhechores?, ¿quiénes subvierten el orden social de la pujante sociedad norteamericana, hasta depravarlo? ¿Ellos, los mafiosos? ¿O la corrupta clase política y financiera que saca tajada de sus negocios ilícitos?
Se ha escrito tanto de El Padrino, se ha dicho tanto sobre la película que, a modo de corolario, apenas cabe apostillar que es una de esas rarezas en que la ficción supera a la realidad porque logra plasmarla tal cual es: una eterna lucha entre el bien y el mal, una despiadada disección de la podredumbre que se hacina en las cloacas del poder, incluido el de la Santa Sede.
No es fácil seleccionar una escena entre tanto metraje. Me quedo con el grito ahogado, transido de dolor, de Michael Corleone en las escaleras del teatro de la ópera cuando sostiene entre los brazos a su hija acribillada a balazos. Con sed de venganza empieza la historia. Con la venganza consumada termina. Siendo un joven héroe de guerra, Michael había rechazado mezclarse en los turbios asuntos de la familia. Pero finalmente asume que su sino no puede ser otro. Y la crueldad, al cabo, le pasa puntual factura. En realidad Michael Corleone no muere de viejo y apaciblemente sentado a la luz del mediodía. Muere podrido por dentro a causa de los remordimientos de una vida que se truncó.
“Hablemos claro”, le dice Don Vito saliendo de la penumbra a Bonnasera, el creyente en el sueño americano que, entre rabia y sollozos, le pide ayuda para vengar la violación de su hija cuando un juez deja libres a los culpables.”Nunca has querido mi amistad. Tu paraíso era América. La vida te iba bien, la policía velaba tu sueño con la ley. Pero ahora vienes a mí a pedir justicia. Y pides sin ningún respeto.” Don Vito reniega del dinero que el arrogante Bonnasera insiste en ofrecerle, pero acepta ayudarle cuando el otro besa su mano en señal inequívoca de fidelidad y servidumbre. “Que se encargue de esto Clemenza, con gente de mucha confianza, que no se me entusiasme”, ordena entonces Don Vito a su consigliere. “Porque no somos asesinos”.