Estaba más triste que un parado ateo y deprimido en una tarde de un lunes gris en un frío mes de enero durante una época de crisis.
Había pasado su vida entre el eh para advertir, tras el oh de la sorpresa. Ahora sólo le quedaba el bah de la decepción.
Sólo era capaz de escuchar seguidillas tristes y soleares melancólicas, porque las escalas que le sonaban eran en tono menor.
Recordó su época de campo y aquella tristeza de los tomates y de las naranjas. Po’ no parecía que las personas ahora estaban tan tristes como la fruta. Ya se lo dijo en cierta ocasión Paco, el que decían era catedrático, que cuando ya los pies amargos de las frutas fueran pies tolerantes, la fruta ya no sería la misma y dejaría de estar triste. Entonces la tristeza pasaría a los hombres. Cuando la fruta vaya a la esteticién, el hombre irá al psiquiatra.
¿Sería que esto se había producido? Ahora que no se ve ni un tomate pocho en las fruterías, los pochos somos nosotros.
Paco, el catedrático, decía que había un virus de la tristeza de la fruta. ¿Será como el de la gripe de los pollos que ha atacado al hombre? Es mucho suponer...
Cádiz no está para alegrías, siendo la tierra del cante por alegrías, que son tan antiguas como La Pepa: “Váyanse los franceses/ en hora mala/ que Cádiz no se rinde/ ni sus murallas”.
¿Por qué nos ha dominado la tristeza? Ahora asomado a su balcón contemplaba hecho realidad el rictus de tantos tristes y melancólicos, como frutas de pies amargos.
¿Dónde quedaba la sabiduría de aquellas cantiñas? “Cuando se entra en Cai/ por la bahía/ se entra en el paraíso/ de la alegría”. La alegría es un don de Dios y crece cuando tenemos su perspectiva de la vida (Filipenses 4, 12).
Enrique el Mellizo siendo un espíritu taciturno fue el genio que recogió el fruto del cante por alegrías. Las frutas hoy lucen en lozanía. Pero el verdadero fruto del alma humana es la alegría que en Cádiz canta y así su mal espanta.