Canta Jorge Drexler que “el mundo está como está por causa de las certezas”. Yo haría compartir el peso de la culpa, aunque no por igual, entre los poderes económicos (llámanse banqueros o no) y la publicidad. Si los anuncios que predominan en televisión son un reflejo de nuestras necesidades y de aquello que no nos podemos permitir, cualquier turista que nos haya visitado esta Semana Santa y se haya tropezado con una tanda de spots en mitad de una teleserie puede haberse llevado una errónea impresión acerca de nuestras prioridades y defectos: somos maniáticos de la limpieza, miopes, nos huele el aliento, follamos mal y somos muy indecisos. De otra forma no se entiende la lista de lejías y limpiacriatales que compiten por instalarse en el armario de nuestras cocinas, la amplia variedad de gafas, dentífricos y antisépticos bucales, las insistentes campañas contra la disfunción eréctil o la eyaculación precoz y la variedad de marcas y modelos de automóvil en busca -desesperadamente- de dueño.
Es más, la publicidad no solo ha hecho valer uno de sus grandes axiomas -la negación del yo, del individuo por sí mismo-, sino que lo ha extendido con validez hacia otros ámbitos de nuestra vida, como el sector de los servicios, por poner un ejemplo, donde, en muchos casos, y más allá de la atractiva apariencia de un negocio, somos ya considerados como meros números, un coeficiente más en la obtención de resultados.
Será una consecuencia más de la globalización -ésa que, por ejemplo, lleva a Zapatero a hacer sus compras en el Zara de Porte Berger en París , en vez de en el de la calle Alcázar de Toledo en León-, o de que hemos perdido la costumbre de mirarnos a los ojos cuando hablamos, como si corriéramos el riesgo de coger una infección.
Me ha ocurrido en un par de ocasiones con mi periodoncista. Hasta que entra en la consulta para ofrecerme su diagnóstico sobre la evolución de mis encías todo discurre dentro de una agradable tranquilidad: hilo musical, suave aroma ambiental a flúor, estética de diseño, entorno profesional... Sin embargo, una vez superado el saludo inicial adopta la costumbre de hablarme en tercera persona, como si yo no estuviese presente o fuese su ayudante durante una autopsia del CSI. Como soy de pronto noble, asumo en silencio su indiferencia hacia quien antes que paciente es su cliente, aunque la sangre empiece a hervirme por las venas y se me ocurran varias apreciaciones lingüísticas acerca de su desafectación emocional o carencia empática, pero no puedo dejar de preguntarme si todo obedece a indicaciones deontológicas de nuevo cuño o si lo que prevalece es la inoculación de un parámetro de conducta que pretende implantarse de cara al futuro, de la misma manera que ya no se nos ocurre ir al banco a pedir un préstamo.
Para olvidar la tendencia dominante, solo se me ocurre recurrir a algo auténtico: una Semana de Pasión que se niega a desprenderse del ritual de la devoción, del acento intergeneracional, de la entendida dimensión del cielo y de la tierra, del significado exacto del amor, del dolor, de la belleza, y de la auténtica certidumbre que hace hermanos a quienes no tienen lazos de sangre en común. Todo permanece. Intacto. Y sí, solo estamos de paso, pero son muchas las huellas, muchas más que las ofensas, ahora persistentes, pero siempre superficiales, como pudo comprobar hace unos años un amigo cura jerezano al que en plena carrera oficial alguien le espetó “tú eres un Judas Tadeo”, sin que le quedara más respuesta que la de agradecerle el piropo.
La resurrección de este domingo alentará otra cuenta atrás. A mí, mientras tanto, no me queda más remedio que volver al periodoncista y aguardar a que diseccione al otro yo. Entre los demás, puede que haya quien acabe preguntándose cada noche si tiene un problema con los países bajos -que diría Juan Luis de Tarifa-, y, también, quienes se seguirán cuestionando para qué tanto anuncio de coche si los bancos ya no te prestan ni la hora y te hablan en tercera persona desde hace mucho más tiempo. Porque la cuestión es que esa amenaza exterior de la suplantación de nuestras necesidades, esa corriente dominante de las certezas o la excusa de la globalización, se han acomodado con intención de quedarse.
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