Hace unos días, veíamos, atónitos, cómo un avión cargado de pasajeros amerizaba de emergencia de una forma más o menos suave en las frías aguas del río Hudson, en Nueva York.
Afortunadamente, gracias a la pericia del comandante de la aeronave, nadie resultó herido.
La imagen simboliza perfectamente el batacazo económico mundial en el que nos encontramos.
Las cifras económicas de esta última década poco, o nada, tenían que ver con la economía real. En los países ricos, gran parte de la opulencia era ficticia y nadábamos en una abundancia que, en gran parte, era un espejismo.
De pronto, nos han contado la verdad: el país de Jauja en el que vivíamos era una enorme burbuja que podía estallar en cualquier momento.
Pero mientras tanto, los de siempre se llenaban los bolsillos con los intereses de los préstamos que tan alegremente nos otorgaba la banca cual hada madrina que nos concediera nuestros deseos tocándonos con su varita mágica, y que han dejado de brotar como por encanto.
La falsa opulencia en la que nos movíamos, toda montada en esa enorme burbuja prestamista que parecía oro, aunque no era ni siquiera plata, se ha venido abajo como el decorado de una función de teatro infantil de fin de curso, de un curso que alguien tendrá que repetir porque no ha aprendido nada.
De la noche a la mañana, las grandes fortunas hechas a base de especulación, falsos rumores e inversiones virtuales han chocado con la dura muralla de la cruda realidad.
Pero, si la aparente prosperidad que disfrutábamos ha resultado ser falsa, ¿no cabría ahora preguntarse si la tremenda crisis que padecemos es real?
Sea como sea, ¿dónde están los inmensos beneficios generados en la época de vacas gordas? ¿Dónde están los dineros que han ganado los promotores inmobiliarios? ¿Y dónde han ido a parar los beneficios de los accionistas de las entidades financieras?
Mucho me temo que esas preguntas jamás tendrán respuesta.
La única respuesta que se da a toda la incertidumbre actual es la palabra crisis, que tan mala fama tiene y a la que los políticos en el poder, cualquier político en cualquier poder, temen como al tío de la vara.
Y crisis, según el diccionario de la RAE es, entre otras cosas, “situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese”.
Y esta crisis deberíamos aprovecharla para replantearnos nuestra forma de vida, mirándonos a nosotros mismos y ver qué queremos realmente; si continuar acumulando bienes materiales a costa de cualquier cosa (básicamente a costa de la pobreza de los demás y del medio ambiente, incluso de nuestra salud) o modificar nuestra conducta aprendiendo a valorar, de una vez por todas, las cosas gratis que nos ofrece la vida, desde el tiempo que pasamos junto a nuestros seres queridos hasta un paseo al atardecer admirando cualquiera de los hermosos paisajes en el entorno natural que aún nos queda.
Si crisis es sinónimo de cambio, ahora es el momento.
Y si hemos estado en una nube de prosperidad virtual, ahora es la ocasión de que aterricemos, suavemente si es posible y sin que nadie resulte herido, poniendo los pies en una Tierra más justa donde la equidad económica sea, al fin, real.
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