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El sexo de los libros

Simone Weil: 'la virgen roja'

Weil influyó en la filosofía cristiana sin adherirse a ninguna iglesia concreta: “Mi vocación es la de una cristiana fuera de la Iglesia”. No se bautizó. Permaneció inasimilable. Jesucristo no es patrimonio exclusivo de los cristianos.

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  • S. Weil. España, 1936

El heroísmo de la virginidad —el más sombrío y hermético de todos— tiene en Francia un exponente turbador en Simone Weil (1909-1943), figura femenina que pertenece a la continuidad simbólica y trágica de Juana de Arco.

Weil es otro misterio de caridad en el cual el fuego entra desde el principio en la vida y nunca desaparece.

Ramón J. Sender, que la conoció y trató, hace una excelente semblanza de Weil en el capítulo quinto de su Álbum de radiografías secretas (1982, póstumo), donde realiza  certeras y rigurosas apreciaciones sobre quien fuera llamada  “la virgen roja”, en virtud de su incesante militancia en la extrema izquierda.

Dice Sender: “Las pocas personas que tuvieron acceso a su familiaridad —entre ellas el escritor francés Gustave Thibon— usan una palabra terriblemente arriesgada: sobrenatural. Después de haber leído sus libros Gravedad y Gracia, La necesidad de raíces y Esperando a Dios, yo también lo creo. Tenía aquella mujer un don sobrenatural de renuncia a todas las tentaciones del bienestar, de la vanidad y del amor y una aptitud excepcional para ver la entraña de las cosas de los seres y de los acontecimientos. Había algo angélico en su naturaleza”.

De familia judía, Simone Weil estudió en la École Normale Supérieure y fue profesora de Filosofía. Dejó abundantes escritos que revisten un interés extraordinario. Era brillante en todo lo que hacía: en el pensamiento y en el acto. Llevó una vida inquieta, realizando todo tipo de labores asistenciales con los más desfavorecidos.

Quiso vivir la experiencia del pueblo. Trabajó como fresadora en las fábricas Renault de Billancourt y allí, según confiesa, recibió “la marca del esclavo”; más tarde sería empleada agrícola en Provenza. Participaba en las manifestaciones obreras, colaboraba con los sindicatos, metía el hombro en la preparación de huelgas. Como docente en distintos liceos,  se oponía al sistema educativo imperante en su país. Creía en un reformismo revolucionario que lograse avances importantes para las clases populares evitando, en lo posible, la deriva cruenta de la transformación de la sociedad. Aquí surge ya el germen del elemento místico.

Su rechazo de los partidos políticos es total: “Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se sigue inevitablemente la existencia de una presión colectiva del partido sobre el pensamiento de los hombres. Esa presión se ejerce de hecho. Se muestra públicamente. Se confiesa, se proclama. Nos horrorizaría, de no ser porque la costumbre nos ha endurecido”.    

En 1936 vino a España para formar parte de la Columna Durruti en tierras catalanas y estuvo en el frente. Sin embargo, siempre se negó a matar, por lo que su ayuda consistió en faenas de cocina y enfermería. El pacifismo a ultranza de Weil no le impide implicarse en las milicias de la CNT, y tampoco es óbice para desear la derrota del enemigo. Se revuelve contra la ejecución de un joven falangista e interviene para salvar a un sacerdote católico de ser fusilado. Fracasó en ambos casos. Esta compasión sin límites  sitúa a la autora de L’Enracinement en una órbita de virtud implacable próxima a una fantasía erótica cuyo principal foco de atracción es el  miedo más salvaje a la muerte.

Simone Weil sueña que se enamora perdida y perversamente de Cristo, culminando así su elevación mística. Tal vez jamás sepamos nada seguro de esta historia a pesar de los ríos de tinta a los que ha dado ocasión, pero lo que sí es cierto es que para ella fue éste el amor más secreto y profundo: el más inexplicable, el que exige el silencio de la inteligencia. Weil influyó en la filosofía cristiana sin adherirse a ninguna iglesia concreta: “Mi vocación es la de una cristiana fuera de la Iglesia”. No se bautizó. Permaneció inasimilable. Jesucristo no es patrimonio exclusivo de los cristianos.

“Así como Cristo se reconoció en el Mesías de los Salmos —afirma Weil—, en el justo sufriente de Isaías, en la serpiente de bronce del Génesis, también se reconoció en la media proporcional de la geometría griega, la cual se convierte entonces en la más luminosa de las profecías” (Lettre à un religieux, 1941).

Cuando Simone Weil habla de Cristo resulta, a la larga, escalofriante; el discurso estallará como una bomba de efecto retardado hasta que el vacío más espantoso precede a la definitiva disolución del ego.                

Murió en Inglaterra, al servicio de La France Libre, organización de resistencia exterior que, en 1940, De Gaulle había fundado en Londres.   

 

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