Un boxeador retirado decía con orgullo que había sido el mejor púgil de la historia sin haber ganado un solo combate en su carrera. Era el que más veces se levantó de la lona antes de que le contaran los diez segundos. Ese era su único título, su cinturón de campeón: jamás permitió que le contaran la maldita decena de segundos. Hace unos años, en una entrevista le preguntaron qué se sentía cuando a uno lo noqueaban. Con una rotundidad aterradora respondió: “Toneladas de desesperanza sobre tu pecho”. El entrevistador, como pudo, se repuso para preguntarle qué lo impulsaba a levantarse de la lona aún estando machacado a golpes del adversario. Y el boxeador soltó como un croché al hígado: “Estás en el suelo, allí abajo, aplastado, molido, te cuesta respirar, escupes tu propia sangre y algún diente, todo es oscuridad a tu alrededor, y piensas que se acabó, que has fracasado, que no hay nada más que hacer, que no merece la pena seguir luchando… y entonces siempre surgía un fogonazo en lo más hondo de mí, que me iluminaba, que me aseguraba que aquello tenía algún sentido y que solo podía hallarlo si no dejaba de pelear; así que apretaba los pocos dientes que me quedaban y me levantaba una vez más. Lo curioso es que ya de pie, frente a mi adversario, me sentía confiado, respaldado por aquella luz que me había iluminado cuando mi único deseo era tirar la toalla”.
El testimonio de este boxeador, ateo confeso que afirmaba que solo creía en un dios, sus puños, tiene mucho que ver con lo que sucederá en unos días en esta ciudad; mejor dicho, con lo que ocurrirá dentro de muchos de nosotros en pocos días cuando la busquemos –y nos busquemos, y los busquemos- para hallarla en la cita exacta de cada mes de diciembre. Comparte con aquel boxeador su origen humilde, codearse con las miserias y fatigas de los tuyos imprime carácter y hace plantearte muchas preguntas, dudas que siempre empiezan por un ¿por qué? Y ese por qué es el gimnasio donde te enseña a pelear aún sabiendo que seguramente perderás porque solo existe una posibilidad remota de vencer. Allí te tatúa el lema de sus discípulos: tiene sentido pelear por una posibilidad remota, por esa única oportunidad vale la pena arriesgar la vida. Allí los puños están movidos por el ansia de sentido, rendirse es una salida fácil, este ring solo conoce las suelas de los valientes. Las cuerdas están amaestradas para escupir al centro del cuadrilátero a los pasivos, a los cómodos, a los inactivos, a los falsos, a los que amañan el combate, a los fajadores sin afán de devolver los golpes. Si no peleas, no eres uno de los suyos.
Este es un entrenador duro, que no ahorra nada al pupilo porque sabe que así sacará lo mejor de él. Recibirás golpes, pero yo te aliviaré en la esquina; te machacarán las ilusiones, pero yo te las cubriré de vaselina para que no las pierdas; te noquearán, pero yo tenderé mi mano para que te levantes y sigas en la pelea. La toalla no se tira. Es difícil ser un sparring, lo sé. No te regalaré nada, simplemente te recordaré en cada caída que puede existir un sentido a tanto sufrimiento y dolor. No te evitaré nada, solo te ayudaré a que la desesperación no venza por nocaut.
Algo así es lo que muchos de nosotros buscaremos en sus ojos, dos guantes con una pegada capaz de derribar el muro de los finales sin remedio; en su entrecejo, el rincón donde siempre nos sentimos a salvo; en su boca, las gradas desde las que los nuestros idos nos dicen nítidamente que no bajemos los brazos, que la victoria es posible y los reencuentros también; y en su cara, el ring donde la desesperanza siempre besa la lona.
Esta razón para el sí cuando todo a nuestro alrededor dice no se nos ofrece en unos días a la altura de nuestros ojos, a tiro de un beso. Esta causa para ser más dignamente humanos cuando todo huele a deshumanización y depredación se nos muestra en un fogonazo de cuatro días, tan breve como el flash que iluminaba el interior del boxeador de la entrevista, tan poderoso como aquella energía que lo impulsaba a levantarse roto a golpes con la determinación de seguir peleando y con la certeza de estar acompañado en su lucha. El púgil llamó a esa luz fogonazo, en la Macarena la llaman Esperanza.