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Hablillas

Los jaramagos

Esta semana pasada hemos podido contemplar cómo la marisma va cambiando el verde por el amarillo.

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Se llamaba Domingo de Piñata al día en que la alegría mundana dejaba de cascabelear por las calles, el día en que los disfraces se guardaban para dar paso a la cuaresma que había empezado el miércoles anterior. Es una tradición que se ha perdido entendiéndola como indica su nombre, porque hoy no imaginamos piñatas colgadas por las plazas, con las cintas de colores bailando según el viento y la orquestina, con brazos estirados intentando cogerlas para desparramar el interior sobre caras y cuerpos expectantes. Hoy se respeta sin mayor evocación, como indicador del final de las carnestolendas y como término de este espacio que nos separa de la Semana Santa, un empujón que comienza mañana y terminará con las últimas jornadas de marzo.

Esta semana pasada hemos podido contemplar cómo la marisma va cambiando el verde por el amarillo, color que se bate en justa lid con los tonos del agua y el entorno según la hora del día, porque los jaramagos han empezado a florecer. Normalmente son bienales pero no en La Isla, a menos que se trate de una variedad o las circunstancias medioambientales propicien su floración anualmente. En cuanto la temperatura invernal sube un poco se motean los senderos, los tramos de tierra que zurcen la marisma, los que la marea no enfanga cuando sube. Y aparecen de un día para otro, como si la noche, en su silencio, los pariera, los hiciera brotar para que el sol les regale su color un poco antes de que  los sueños se apaguen, un poco antes de desparramar y regalar su luz a La Isla y al mundo, un poco antes de que la primavera se dé cuenta de que el amarillo es su color primigenio, luminoso y sereno, color inalterable que juega a cubrir el verdor invernal de la hierba, color que confunde el de los pétalos de los jaramagos que refulgen al mediodía. Son estas las flores silvestres que anuncian el cambio de estación, las primeras que el levante acaricia y briza. Traen locas a todas las aves que revolotean por la marisma y planean sobre el caño. Algunas dejan los tallos picoteados y mustios por las azoteas, sin disimulo, como prueba de su visita a la relativa lejanía que nos rodea. Los gorriones saltan de alegría cuando encuentran este preciado manjar y en alguna ocasión incluso han peleado por ellos venciendo el más hábil, no el mas fuerte.

El sol, al declinar, refresca la tarde azuleando el agua del caño. Los jaramagos, a los ojos que los miran,  palidecen ante tal esplendor. Poco después el verdor los devora porque el color de la marisma se unifica, se vuelve monocromo al cubrirse de noche. El aire se perfuma de sal. Los jaramagos se apropian del olor allí reinante reteniéndolo hasta el momento en que los grises dibujan los contornos y amontonan las sombras. Algunos crecerán tanto que se irán al tallo, largos, como largas eran las cintas que colgaban de las piñatas que viven en el recuerdo de nuestros mayores, aquellas que el levante o el poniente arrastraron un día como el de hoy hasta la marisma. Quién sabe, a lo mejor fueron ellas las que soñaron formar parte de la primavera amarilla, de la alfombra de jaramagos que hoy transforma y esconde el verdor invernal divisado  en la distancia.

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