Carlos Martínez Pérez, presbítero

Publicado: 01/09/2015
Fue nombrado vicario parroquial de san Ildefonso, san Isidoro y Santiago. Dio la vida por sus semejantes al terminar su labor cotidiana. Una vida por otra. Su muerte salvó la vida de su sobrina. Su vida tuvo sentido.
Le conocí en una casa de vecinos del barrio de Santa Cruz en aquellos años en que se hablaba de política a hurtadillas y, siendo mayor que nosotros, vi en él a un hombre de ideas avanzadas, como solían decir nuestros padres antaño.

Había llegado de Barcelona, donde estudiaba Ciencias Económicas, y nos hablaba del mundo abierto de Cataluña, del movimiento de los focolare, y de un montón de cosas que me sonaban a música celestial.


Se llamaba Carlos Martínez Pérez y era un joven tímido que hablaba con decisión y certeza en todo lo que afirmaba. Entonces no sabíamos nada de su vocación religiosa sino más bien de sus ideales políticos, que clamaban por la democracia y, quizá también, del ideal de ecumenismo focolare. En aquellos años en que estuvo de moda la carrera de Ciencias Políticas y Económicas, algunos pensábamos que estudiando esa carrera, tal vez, podríamos resolver los problemas del mundo.


Pocos años después de terminar su carrera en Barcelona, volvió a Sevilla y se ordenó de sacerdote, ingresando en los filipenses, de cuya orden se salió al cabo de una década para atender a una parroquia de barrio. Siendo uno de los pocos amigos curas que me quedaban le pedí que nos administrara el sacramento del matrimonio, a lo que accedió gustoso pero no sin reservas, tras una sabrosa plática, por las muchas separaciones que entonces comenzaban a darse. Sus palabras posteriores en la iglesia de San Luis tuvieron el don de la premonición al anunciarnos que nos llegarían tiempos difíciles porque al año siguiente pude conocer directamente las devaluaciones de la moneda, los terremotos y las catástrofes políticas.


A mi vuelta de México me lo encontré en la Universidad de Sevilla, donde estudiaba Historia. Como capellán del convento de monjas agustinas de san Leandro, se ocupaba de aleccionar a las novicias nigerianas, instruyéndolas en la historia y el arte de España. Organizó conciertos de música religiosa con objeto de recaudar fondos para la restauración del coro alto que hoy, después de muchos años, podemos ver terminada desde la fachada.

Celebraba solemnemente todos los años la festividad de san Leandro,  en cuya liturgia alternaban los cánticos occidentales con los africanos, al igual que en las ordenaciones de las monjas. Puntualmente recibíamos su invitación por e-mail con aquella curiosa dirección “Imperial, 1”, la casa y la calle donde nació, según me aclaró. Era un hombre feliz, ejerciendo su vocación en el mismo ámbito urbano donde había nacido y de donde había partido.


Con posterioridad fue nombrado vicario parroquial de san Ildefonso, san Isidoro y Santiago. Dio la vida por sus semejantes al terminar su labor cotidiana. Una vida por otra. Su muerte salvó la vida de su sobrina. Su vida tuvo sentido. Teresa de Jesús diría: “¡Qué gloria accidental será y qué contento de los bienaventurados que ya gozan de esto, cuando vieren que, aunque tarde, no les quedó cosa por hacer por Dios de las que les fue posible, ni dejaron cosa por darle de todas las maneras que pudieron, conforme a sus fuerzas y estado, y el que más, más!”.

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