Una de las herencias menos interesantes de la tradición parlamentaria del siglo XIX es la de considerar que cada grupo parlamentario constituye un fin en sí mismo con abstracción de los intereses reales que representa y desde luego, de la situación que concurre en ese Parlamento y sus circunstancias. Los grupos parlamentarios se constituyen por afinidades políticas y expresan en sus intervenciones políticas concretas.
Dada la situación que vive este país y las circunstancias que han concurrido en el último año en la configuración del Congreso de los Diputados, la última investidura se ha vivido por la ciudadanía, como una posibilidad in extremis de no tener que volver a un nuevo proceso electoral cuyos resultados serían una repetición agravada, no necesariamente mejor, de procesos anteriores, y con reiteración de costes económicos y sociales, que llevarían al país a la misma situación que la que se ha producido con la investidura. Desde este punto de vista, no parece por tanto, que con muchas alegrías sino más bien con resignación.
Los aplausos repetidos de sus señorías, representando un regocijo difícilmente identificable con los intereses del pueblo no resultaban demasiado oportunos y solamente eran superados en inoportunidad por los abucheos, conductas escasamente conciliables con el necesario respeto a una institución que hace tiempo ya solo se representa a sí misma. Lo que sus señorías no pueden decir con la palabra, probablemente porque no saben o no les interesa hacerlo, no debería ser sustituido por el ruido, nos deben respeto y el silencio es la mejor oportunidad cuando no se sabe que decir.
El dinero de las pensiones, el sistema educativo, la gestión privada de la industria farmacéutica, la semiprivatización de la sanidad, las instituciones obsoletas que no son funcionales a la sociedad, no se solventan con aplausos ni abucheos sino con una voluntad de diálogo ausente ahora de la vida política.