En medio del trajín de sillas para el G-20, las turbulencias financieras, la fascinación por Obama y demás asuntos que se han convertido en cotidianos, surge una niña llamada Hannah. Es inglesa, rubia, tiene 13 años y una maldita leucemia que le tiene desde hace ocho años sometida a permanentes tratamientos, que no han logrado curar la enfermedad y que, para entendernos, le han originado un agujero en el corazón. Le han propuesto un trasplante, ponerle un nuevo corazón, que, en principio, le permitiría continuar luchando contra una leucemia concreta que, a diferencia de otras, ha llegado a su cuerpo para quedarse.
Hannah es menor de edad, pero tiene claro que no quiere más vía crucis, que está cansada de sufrir y que, como sabe que no se va a curar, prefiere estar en su casa, tranquila y acariciando el tiempo que le quede. No han faltado quienes han concluido que el caso Hannah lleva directamente a hablar de eutanasia. Pero no. Aquí no se trata de eutanasia; es decir, de acabar con la vida. Hannah no está pidiendo una inyección letal. Está diciendo que no quiere sufrir más, que acepta su situación y que, puestos a morir, mejor hacerlo en su casa, alejada del sufrimiento de tratamientos ineficaces, rodeada de sus cosas y de sus afectos.
El caso Hannah ha logrado conmover e impactar. Conmueve e impacta el sufrimiento de esta niña, que es la cara de miles de niños. A algunos nos impacta aún más la tranquilidad, la rotundidad con la que ha expuesto su deseo, que no es el de morirse, sino el de no sufrir, que es algo muy distinto. Hannah no ha pedido que se le ayude a morir, sino que se le deje morir en paz. Y esto es precisamente lo que impacta. La naturalidad, la serenidad con la que acepta que su vida se acaba. Choca con el temor reverencial y universal a la muerte.
Me declaro contraria a la eutanasia activa, pero no menos que al ensañamiento terapéutico. Me horroriza y rechazo sin paliativos la idea del suicidio asistido, pero no menos que el sufrimiento absurdo. No dejaría de dar alimento a una persona en coma pero con vida, porque alimentar no es ensañarse ni la persona en coma sufre. Sin embargo, no permitiría para mí, ni para los que me rodean, un solo pinchazo inútil. En muchas situaciones, la muerte no es lo peor. Lo duro es el camino que lleva a ella. Y cuando se ve a Hannah, con sólo trece años, sonriendo, escribiendo, hablando con los suyos, cuesta aceptar que no cabe la esperanza, que se ha acabado todo.