El fin de nuestro mundo tal y como lo conocemos, todo caos violento y en constante evolución, podría llegar de diferentes maneras; una de ellas sería de la mano de la muerte del libre albedrío. Eliminar de la ecuación humana su capacidad para el raciocinio es algo con lo que se ha jugueteado mucho en toda creación artística, desde la literatura —ahí tenemos la magnánima 1984 de George Orwell como ejemplo más conocido— hasta a través de uno de los vehículos ficcionales de mayor actualidad: el videojuego.
Assassin's Creed, adaptación del exitoso videojuego homónimo, es la nueva película de Justin Kurzel, aclamado autor de la última adaptación de Macbeth (2015) a la gran pantalla. La película repite varios de los problemas, no ya de las más recientes adaptaciones de videojuegos —Warcraft (2016) podría ser el más reciente ejemplo de ello—, sino del blockbuster actual: una aproximación demasiado cómoda e incompleta al mundo y a la mitología que la sustentan; un mal desarrollo de personajes que acaban siendo burdas marionetas incapaces de emocionar cuando les toca; y una rara sensación de espectacularidad hueca donde prácticamente nada nos importa, por muy trascendental que supuestamente sea todo lo que ocurre.
Debo decir que solo he jugado al primer videojuego de la saga, y aunque lo considero un acercamiento más que suficiente —la trama está bastante simplificada—, todo parece suceder con demasiadas prisas y de manera confusa para el espectador.
Es más, es una película increíblemente mal narrada, y eso es algo que me extraña y me perturba, porque según su protagonista, Michael Fassbender, pretenden edificar sobre ella el inicio de toda una saga. ¿Cómo sostener el peso de una serie de películas en un origen que no dedica el tiempo suficiente a que sus escenas claves reposen y se asienten, ni nos da motivos de peso para que los personajes y sus motivaciones nos atraigan en demasía? Deberemos dar un salto de fe.
Con todo, la película posee un gran potencial: un buen reparto (a Fassbender lo acompañan Marion Cotillard y Jeremy Irons entre otros), mensaje potente y tenaz, ambientación atractiva, y un acabado visual asombroso —ojo a la espectacular fotografía, a cargo de Adam Arkapaw—, pero deberían dejar de tomar al público por tonto (es inexplicable como Kurzel modifica tanto sus métodos narrativos de su anterior película a esta) y tener algo más de confianza en los espectadores, ya que estos errores se vienen repitiendo en muchas historias de emocionantes posibilidades, como la que nos ocupa, y la eterna decepción que finalmente provocan está empezando, creo, a cansarnos.
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