Nunca me había parado a observar los pájaros con los que convivimos a diario. Hablo, ciertamente, de pájaros de alas y plumas, que de los otros, de esos que alguien pensaría más habituales a mi estilo, ya hablaré en otro momento.
La fauna urbanita formada tradicionalmente por palomas, vencejos, jilgueros y gorriones se ha incrementado notablemente con especies foráneas -hay incluso cotorras y loros, con y sin plumas- que se han aclimatado e incluso han alterado su modo de alimentación porque en la adaptación al medio civilizado les iba, nada más y nada menos, que su supervivencia. Han invadido plazas, jardines y arboleda en general, las tórtolas, las gaviotas y los mirlos recibiendo allá por enero otras especies migratorias que utilizan la ciudad cómo refugio nocturno y los coches como objetivo de sus defecaciones. Dicen los que entienden, porque gracias a Dios hay muchas personas versadas, que las gaviotas -depredadoras y carroñeras- han encontrado en la basura su fuente alimenticia y siendo ellas posesivas y excluyentes les están dando jarilla a las palomas. Las tórtolas no son sino colonias rehechas tras la huída del conflicto de la caza, y vienen a ser -de alguna manera- como los refugiados de las infinitas guerras del mundo. Al no haber ningún mirlo blanco los que hay son feos, sin más. Que no seré yo quien se meta en el pantanoso fangal de la intolerancia llamándoles negros.
Esta exposición tan cándida y melindrosa haría feliz a los recalcitrantes amantes de la naturaleza, esos que se manifiestan por el maltrato a los toros por su lidia y muerte, los mismos que disfrutan con el bando de un ayuntamiento, catalán y pazguato, que obliga a sacar a los perros al menos dos medias horas cada día. A mí me gustaría que se las vieran con las amas de casa con la ropa manchada tras tenderla en la azotea, o vieran la carita que se nos pone al pasar por Las Angustias y recibir el “regalito” de unas aves con diarreas impenitentes. Eso sin hablar de la trasmisión de enfermedades y el desarreglo de lo ornamental. Por ello, siempre sin aviso para no molestar al lobby eco-natu-verde, con frecuencia se procede a diezmar estas colonias ya habituales en nuestro entorno. Con la misma sibilina astucia de limpiar las calles de perros y gatos sin amos; que no sé que traza se dan pero yo no veo un lacero desde los tiempos de la dictadura. Y no queda bicho viviente, oye.
La fauna urbanita formada tradicionalmente por palomas, vencejos, jilgueros y gorriones se ha incrementado notablemente con especies foráneas -hay incluso cotorras y loros, con y sin plumas- que se han aclimatado e incluso han alterado su modo de alimentación porque en la adaptación al medio civilizado les iba, nada más y nada menos, que su supervivencia. Han invadido plazas, jardines y arboleda en general, las tórtolas, las gaviotas y los mirlos recibiendo allá por enero otras especies migratorias que utilizan la ciudad cómo refugio nocturno y los coches como objetivo de sus defecaciones. Dicen los que entienden, porque gracias a Dios hay muchas personas versadas, que las gaviotas -depredadoras y carroñeras- han encontrado en la basura su fuente alimenticia y siendo ellas posesivas y excluyentes les están dando jarilla a las palomas. Las tórtolas no son sino colonias rehechas tras la huída del conflicto de la caza, y vienen a ser -de alguna manera- como los refugiados de las infinitas guerras del mundo. Al no haber ningún mirlo blanco los que hay son feos, sin más. Que no seré yo quien se meta en el pantanoso fangal de la intolerancia llamándoles negros.
Esta exposición tan cándida y melindrosa haría feliz a los recalcitrantes amantes de la naturaleza, esos que se manifiestan por el maltrato a los toros por su lidia y muerte, los mismos que disfrutan con el bando de un ayuntamiento, catalán y pazguato, que obliga a sacar a los perros al menos dos medias horas cada día. A mí me gustaría que se las vieran con las amas de casa con la ropa manchada tras tenderla en la azotea, o vieran la carita que se nos pone al pasar por Las Angustias y recibir el “regalito” de unas aves con diarreas impenitentes. Eso sin hablar de la trasmisión de enfermedades y el desarreglo de lo ornamental. Por ello, siempre sin aviso para no molestar al lobby eco-natu-verde, con frecuencia se procede a diezmar estas colonias ya habituales en nuestro entorno. Con la misma sibilina astucia de limpiar las calles de perros y gatos sin amos; que no sé que traza se dan pero yo no veo un lacero desde los tiempos de la dictadura. Y no queda bicho viviente, oye.
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