La sede en Sevillaland de los viejos cánidos de la nueva ultra derecha permite otear uno de los lugares de manteo preferidos por la negritud. Cada día, a eso que se tercia, dos docenas de espigados africanos extienden su oferta de marcas de primer mundo, fabricadas en el segundo y vendidas por ellos, los del tercero. En las oficinas del espasmo político se confeccionan en ese justo momento notas de prensa y argumentarios repletos de frases a punto de mecha; los barandas charlan sobre el gobierno de la Junta con saliva bajo la lengua; los administrativos afilian con recelo a quienes ahora se suman a la fiesta, advenedizos que no recorrieron el desierto.
Tanta efervescencia les ha impedido reparar en que el periódico incluye esa mañana el anuncio del apocalipsis. Lo ha divulgado el Instituto Nacional de Estadística: los españoles somos cada vez menos y más viejos. Habrá que tirar de inmigrantes para llenar los goles Norte o Sur de hooligans castizos. La hermandad de Los Negritos volverá a poblarse de los que le otorgaron su ser. Un día aparecerá un concejal Ceaucescu; y, otro, un fiscal de palio Gonsales. Y, prepárense, después de varias mujeres generales, pero al fin y al cabo españolas, alcanzará las cuatro estrellas Meljibson Mazariegos, nacido guatemalteco pero ya con siete juras de bandera en sus labios.
Hasta que, apocalipsis total, en las casetas de feria los seguratas sean de los García de toda la vida pero, los presidentes, de las aquilatadas familias Olsen o Abdeselam.
La ultra derecha contemporánea en Sevillaland no nace desde lo político, sino desde la desesperación del tiempo que se va, de los espacios perdidos, de las tradiciones despobladas. Todo eso es, sin duda, magnífico fermento para un poemario, pues ahí están las claves de los dolores del alma. Pero, ay, cómo pedirle sensibilidad a quien hace tiempo que es prisionero de alguno muchísimo peor que la melancolía, como es la nostalgia; algo más bajuno que el odio, como es el rencor. Y, sobre todo, una actitud en la vida muchísimo más peligrosa que la ignorancia: el desprecio.
Cuando llega la hora de almuerzo en la sede del espasmo político, las secretarias bajan a la calle, no porque desprecien la tartera, sino para comprar a escondidas unas Nike, maravillosas y por la cuarte parte de su precio, al negro de enfrente, que las mira sabiéndolo todo, pero aceptando con tolerancia las contradicciones de la estilosa señora. El chico, eso sí, no cederá ni un milímetro en el regateo.