Tras una errática trayectoria al frente de presuntas comedias encabezadas por el insoportable Will Ferrell,
Adam McKay dio un nuevo rumbo a su carrera en 2015 con
La gran apuesta, su ácida, delirante e instructiva aproximación al estallido de la burbuja inmobiliaria. Tres años después, y bajo un mismo marco narrativo, consolidó su pujante prestigio con
El vicio del poder, un particular y semidescarnado acercamiento a la trayectoria vital y política de Dick Cheney.
Dos títulos que avalan su proyecto más arriesgado hasta la fecha,
No mires arriba, producido por
Netflix, y con el que regresa a la Casa Blanca, aunque no para hablar de su pasado, sino para hacer preguntas sobre un futuro probable y concluir que la estupidez humana será la causa de nuestra extinción. Lo hace, nuevamente, de la mano de la sátira, desde la que hace creíble muchas de las disparatadas situaciones que recrea a lo largo de una película que quiere ser muchas cosas -entre otras, la nueva
Teléfono rojo, volamos hacia Moscú-, aunque no encuentra su auténtico sentido hasta su última media hora.
Pese a su idéntico punto de partida -un cometa está a punto de estrellarse contra la Tierra-,
No mires arriba es la antítesis de
Armaggedon: ni hay una reacción inmediata, ni apelaciones a la heroicidad, ni planes de emergencia. El mundo sigue, como el que escucha llover, frente a la incredulidad de los científicos que han encendido las alarmas.
En este sentido, hay quien ha visto en el nuevo filme de McKay una denuncia contra el sistema establecido -los gobiernos de las grandes naciones- a la hora de ignorar las advertencias medioambientales que alertan de desastres sobrenaturales, pero, sin duda, su intención va mucho más allá. Es una película sobre los gobiernos de las grandes naciones, sobre sus necios dirigentes y sus patéticos asesores, sobre la artificiosidad en la que están instalados los medios de comunicación, a merced de la tiranía de las redes sociales, pero, más aún, sobre nosotros o sobre la extendida estulticia que permite todo lo anterior.
Y McKay lo reinterpreta a partir de la visión ya establecida por Kubrick en su clásico sobre la Guerra Fría, sustituyendo aquí a los rusos por un magnate tecnológico y a las estrategias bélicas por algoritmos, como claves para entender la deriva incendiaria de un mundo que, inevitablemente, sí o sí, se va al carajo, por culpa de todos.