La pasada semana se estrenaba en los cines El traidor, la última película del veteranísimo realizador italiano Marco Bellochio, en la que cuenta la historia de Tommaso Buscetta, el principal delator de la Cosa Nostra en los años 80 y cuya confesión fue fundamental para poner en marcha el macro proceso impulsado por el juez Falcone contra los capos de la mafia siciliana. El filme coincide con la presentación del documental Corleone. Mafia y sangre, del francés Mosco Boucault, en el que Buscetta es uno más entre los protagonistas de este extraordinario trabajo que centra sus esfuerzos en retratar la figura del corleonesi Salvatore Tòto Riina, il capo dei capi, para reconstruir desde la misma casi medio siglo de sangre derramada en nombre de las grandes familias y, especialmente, del poder -de la lucha por el poder y su conservación-.
Es un trabajo sin alardes técnicos, sin excesiva postproducción, pero de una potencia testimonial que, en algunos casos, resulta estremecedora, a partir de las experiencias personales que van describiendo los participantes en el documental. De un lado, el fiscal Giuseppe Ayala y el comisario Francesco Accordino; del otro, varios de los sicarios que trabajaron para Riina y compañeros de prisión. Hay, en este sentido, un brillante ejercicio de contraposición, el de la misma historia vivida desde fuera y desde dentro: la que narra los representantes de la ley a través de diferentes entrevistas en las que dan cuenta de los principales crímenes de la mafia en Sicilia y de la investigación policial y judicial abierta sobre las acitividades delictivas; y la que cuentan bajo el anonimato de un pasamontañas y con gafas de sol los propios asesinos.
El contraste es aterrador. Primero, a partir de los recuerdos y las imágenes de los asesinatos y atentados que se registraron, en especial, tras la escalada de violencia ordenada por Riina en la década de los 80; y, segundo, a través de la voz de los encargados de ejecutar dichas órdenes, entre ellas la del hombre que activó la bomba que acabó con la vida de Falcone y la de otros muchos pistoleros a los que bastaba con ir a confesarse con su cura después de cada crimen para calmar su conciencia. Así de simple. Así de real.