La última vez que lo vi, se encontraba preparando un seminario sobre drogadicción para menores. Minutos después, más de un centenar de adolescentes recibirían su lección en el taller que con pulcritud perfilaba. Yo me acerqué, prudente, con la cautela que exige el llevar años sin encontrarnos, aunque podía imaginar que se acordaba de mí, pues algunas experiencias de formación cristiana habíamos compartido. En aquellas travesías, él era el faro de tantos jóvenes y yo uno más de los sarmientos.
De momento, aprecié que su aspecto seguía siendo el mismo de años atrás y, además, que sus inquietudes tampoco habían cambiado: menores, familia, formación, educación, integridad, orientación… Lo social, como lo cristiano, es algo que irradiaba aun sin hablar; “por sus actos los conoceréis”, señaló Jesucristo. Era su vocación un ejercicio de lealtad a prueba de dudas, una cuestión de fe que él proyectaba como camino de vida, como Evangelio vivo que era.
Su predisposición al sacrificio nunca escatimó esfuerzo, y como tal fue su entrega repentina, desoladora, generosa. La noticia se expandía con la fuerza de un mar embravecido. Se movía la tierra y se abrían las carnes ante las idas y venidas de los mensajes que recibíamos. Se reactivaban conversaciones entre todos aquellos que lo habían conocido. Si las altas jerarquías elevaban titulares ante el clamor de la injusticia terrena, las humildes familias imploraban por su alma a la justicia divina.
Sobre la mesa de su escritorio, quedaban, de forma abrupta, nombres y apellidos pendientes de una llamada. A mitad del camino, sus planes tomarían el amarillento color de lo inacabado. Quedaba todo sin recoger y sin despedir. Su guitarra había sonado por última vez sin un cuándo ni un dónde. Su espíritu de cantautor enmudecía entre la infinitud de letras que compusieron su leyenda. Ya no había más caminos de peregrinación, ni más viajes en familia, ni sería la columna en la que muchos buscaran soportarse. Su historia era sacrificio, para siempre, desde aquel desolador 10 de julio de hace un año.
Aquel hombre de desenfada camiseta; aquel maestro que sabía quitar hierro al asunto; aquel viajero de calzado todoterreno; aquel de gafas de sol de viejo rockero que guardaba en su alma, como Machado, “unas pocas palabras verdaderas”; aquel que sabía cargar la cruz con la sonrisa y que sabía que el humor era una cosa muy seria; aquel eterno joven que contaba con la sabiduría de la experiencia…; aquel era llamado a la Casa del Padre, y desde la fe nos regalaba su último aliento de cristiandad.
Sirvan mis palabras como memoria a aquel faro de vida que fue Rafa López-Sidro, cuyo “recuerdo es -palabra de Juan Ramón-, en la noche tranquila, algo que pone lírica la celeste penumbra”. Descanse en paz, por siempre.