La palabra invertir significa guardar el dinero con la intención de generar ganancias. Es muy difícil que un niño tenga en su reducido vocabulario esta definición, pero siempre hay excepciones, como la del infante que protagoniza esta historia.
Aunque en la actualidad a mucha le gente le suene a tiempos casi prehistóricos, no siempre existió la famosa paga que ahora los hijos reclaman con tanto ahínco.
A mediados de la década de los 70, dicha paga sonaba más a cuento futurista que a otra cosa. En el seno de las familias trabajadoras, la mesura era la bandera a la hora de administrar el dinero, cosa que, mayoritariamente en el pueblo de Barbate, hacían (con una gestión impecable) las madres.
Normalmente, al colegio se iba por la mañana (de 9:30 a 12:30) y por la tarde (de 15:00 a 17:00). Después de comer, los niños de una familia concreta intentaban convencer a su madre para que les diera alguna moneda con la intención de hacer avituallamiento en el kiosco que estaba de camino a la escuela.
Manolito no era un niño especialmente “chuchero”, por lo que las recompensas que obtenía (una cantidad que oscilaba entre una y dos pesetas), casi nunca las gastaba del todo.
A Manolito le inyectó el veneno de la lectura su cuñada Paquita, cuando le regaló el libro de Julio Verne ‘Cinco semanas en globo’. Desde entonces, se aficionó a tan sano hábito y devoraba todo lo que caía en sus manos. Cuando llegaba a casa y encontraba un regalo en forma de tebeos que las vecinas, sabedoras de su pasión, le daban a su madre, el niño se convertía en el más feliz del mundo.
De vez en cuando, Manolito se dirigía al mismo kiosco donde los demás niños gastaban su dinero en caramelos, pipas o gusanitos. Pero él iba con otra intención. Una vez allí, el dueño del kiosco, que ya conocía al niño, depositaba encima del pequeño mostrador un montón de comics, que se diferenciaban del tebeo normal por sus protagonistas, que solían ser personas con poderes especiales, raras vestimentas y nombres tan singulares como Spiderman, el hombre de hierro, la masa, Dan Defensor o los cuatro fantásticos.
Con el tiempo, la vida iba subiendo y la afición de Manolito se encarecía poco a poco. Pero esto no amilanó al ya adolescente que seguía cuadrando sus cuentas para poder permitirse aquel privilegio, para él, dos otres veces por semana.
Con el tiempo, aquella inversión le reportó a Manolito grandes beneficios, no económicos, pero sí emocionales.
Varias décadas después, Manolito sigue evocando estos maravillosos recuerdos cuando contempla, pleno de satisfacción, los cinco libros que ya ha publicado.
Parece increíble que unas pocas pesetas hayan servido para que, a veces, aquel niño siga siendo el más feliz del mundo.