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El jardín de Bomarzo

Todo es de color

Es difícil estos días abstraerse de la maldad, esa que como una plaga se expande sobre casi todas las facetas de la vida

"Señor de los espacios infinitos, tú que tienes la paz entre las manos, derrámala Señor te lo suplico; enséñales a amar a mis hermanos...". Lole y Manuel.

Es difícil estos días abstraerse de la maldad, esa que como una plaga se expande sobre casi todas las facetas de la vida haciéndonos creer que el ser humano, en general, es más dado a actuar de mala fe que lo contrario. Desde el ciudadano afgano que en Orlando mata a 49 personas en una discoteca gay, el individuo que apuñala a una diputada laborista en plena campaña sobre la permanencia del Reino Unido en la UE o el terrorista del Daesh que usa Facebook para trasladarle al mundo el degollamiento de un gendarme y su esposa en París, asuntos todos mayores, de gran calado y que sitúan el presente en un plano verdaderamente terrible. Parece como si esta sociedad nuestra, esa misma tan moderna para tantas cosas, retrocediera décadas de un golpe para mostrarse divida en bandos, radicalizada, en espera casi de orden general de ataque. Y ese punto de ira social parece incrustado en todas las capas sociales, es cierto que con diferente intensidad; energúmenos medio matándose por fútbol o por tantas otras cosas banales que no merecerían más que un breve gesto de desprecio.

La ira está ahí, acechando, dispuesta a saltar ante el primer envite y sobre eso meditaba días atrás cuando mi taxista, Castellana abajo dirección a la estación de atocha, repasaba a gritos el árbol genealógico completo del conductor de a su lado, que daba decibelios a un rap y dedo en alto le invitaba a apearse para, juntos, ensangrentar la acera, es de suponer. Ira, cuarto pecado capital, entre la gula y la envidia, emoción que se expresa a través de resentimiento e irritabilidad mediante el incontrolado aumento de los niveles de adrenalina; rotonda de Cibeles, miles de coches alrededor pitando en un sofocante Madrid de mediados de junio, atocha al fondo y, bastante más abajo, Cádiz, pensé, mi provincia, donde la gente es en general más templada. Tiene otras muchas cosas malas, pero la buena es que es de colores bonitos, azules, verdes... Como el mar.

Una de las peores consecuencias que ha tenido esta crisis financiera de carácter mundial que, en especial, ha sacudido a España es la práctica desaparición de la clase media, o al menos la misma se ha debilitado tanto que hoy es difícilmente reconocible. La clase media es la que soporta la economía de un país y, sobre todo, la que sostiene ese tan meneado modelo social, justo o injusto según para qué extremo, pero sin ella, que la forman los que están en medio, la sociedad tiende a refugiarse en bandos a los extremos. Republicanos y nacionales. A este país le costó cuarenta años de dictadura y toda una larga y tortuosa transición liquidar la España de los bandos, la dividida en frentes opuestos y, parece, solo ha necesitado de unos años de crisis para retomar viejas posiciones en la trinchera. Claro está que, para algunos, es rentable fomentar la idea de dividir porque renta electoralmente, amenazar con el negro horizonte que te espera a ti, ciudadano de este o aquél bando, si se hacen con el poder los otros, que lo que querrán es quitarte lo tuyo o no darte lo que mereces. Quitar y dar, esas son palabras que mueven a este mundo de hoy hacia bandos enfrentados.

El odio no hay que cultivarlo, de hecho la historia reciente nos muestra sociedades avanzadas donde la irrupción de un loco con verborrea fácil terminó propiciando situaciones bélicas con muchos muertos y, aunque siempre pensemos que esto aquí no pasará, el odio, insisto, no hay que cultivarlo. Pero a diario vemos programas y debates de televisión donde responsables públicos hacen ensayo de esto y no sosiegan, al contrario, alzan muros entre extractos sociales porque, sencillamente, se alimentan de eso; quizás sea verdad, después de todo, que la democracia esté sobrevalorada y es duro admitirlo para quien, como yo, no se alimenta de otra fe que la del respeto al libre y democrático pensamiento de los demás, todos válidos siempre que se construyan desde las palabras. Quizás solo por egoísmo ante el temor, terror casi, que me produce que otros gusten poner vallas al mío, que es de color, azul, verde, como el mar, que dependiendo de la intensidad de la luz se muestra distinto. Porque se puede incluso cambiar de idea, convencer o ser convencido de lo contrario, convertirte a una fe, o a todas, o ser un convencido de nada. Ser católico o no serlo, pero no pintar capillas o enseñar tetas allí solo para ofender; debería estar socialmente permitido cambiar de idea y equivocarse, reconocer con naturalidad un error, que es sin duda el acto más característico que distingue al ser humano.

Me parece terrible este presente. Muy feo, la verdad. No me gustan los bandos, menos tener que decidir por uno cuando, por costumbre, siempre tengo dudas porque hay cosas que entiendo de los taurinos y otras que comparto con los anti taurinos, por citar un ejemplo; no me gustan los extremos, ni las fronteras, que no son más que muros altos levantados por extremistas desleídos en la idea de separar pueblos para hacerlos suyos. Me gustan las cosas mezcladas, sangre, bebidas, fluidos, los libros bien escritos, los mercados llenos de personas hablando la jerga de barrio, las flores de colores y olores bonitos y las miradas limpias, la gente amable y buena, que son mayoría. El olor a madre y la lágrima que añora a mis queridos muertos. El azul, el verde.. Así estamos.

Bomarzo

bomarzo@publicacionesdelsur.net

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