Cuando mi padre fue operado hace como un par de años, compartió habitación durante la convalecencia con un caballero de lo más curioso. Debía estar entre los setenta y cinco y ochenta años, era flaco y nervudo, y había sido legionario.
Se enfadaba con cierta facilidad cuando no lo trataban con el debido respeto, pero una enfermera paciente y cabal hacía que adoptase el talante más razonable, cosa que le permitía explicar que no quería que lo miraran como a un marqués, que solo quería que le hablaran bien, que le explicaran las cosas y que no menospreciaran sus necesidades.
Que estar en la cama ya era bastante humillante.
Nunca nos habló de política de un modo concreto, pero nos habló de Franco. Decía de Franco que no se atrevía a bajar a África porque los legionarios le habrían cortado la cabeza. Que era un traidor, un cabrón, un cobarde, un ladrón. No lo llamó nunca enano ni maricón. No era un hombre que denigrase a ningún colectivo ni apuntase donde el físico. Hablaba con precisión y rotundidad.
Estaba solo. Es decir, recibió en contadas ocasiones visitas de sus hijos, pero no parecía que pudieran quedarse mucho rato. Hablaba de ellos sin ningún resentimiento, aunque tampoco en exceso. No se quejaba por molestias. Cuando le preguntábamos si quería que bajásemos la tele, decía que no era necesario. Si a pesar de ello quitábamos un poco de volumen, al rato parecía respirar con alivio y no tardaba mucho en dormirse.
Se escurría por culpa de las sábanas, el hombre. Ya he dicho que no solía haber nadie de su familia para atenderle y que no le gustaba el trato que le dispensaban en el hospital. «Está usted un poco bajo, ¿no?» Le decía yo. Nadie me había explicado que era mejor jalar de las sábanas y yo lo cogía por la espalda y la parte trasera de las rodillas y lo subía. No creo que pesara más de cincuenta kilos. Él se arreglaba el pijama y esperaba un momento para ver si esa postura era la buena. «¿Otra almohada?» «Si es usted tan amable».
Estoy seguro de que si hubiese escuchado a alguien llamarme piojoso por ser de Podemos lo habría abofeteado, o al menos habría intentado hacerlo. Era un hombre que juzgaba a cada hombre por sí mismo, a cada cosa por sí misma. Nunca nos habló concretamente de política, pero intuyo que no era de izquierdas. ¿Quién sabe? No lo escuché quejarse a nosotros por sus propios dolores; se le partía el corazón cuando salía el tema de los inmigrantes que morían en el Mediterráneo; me encaré con algún facultativo para que le dieran sus analgésicos; no recuerdo cómo se llamaba.
Hoy he visto una foto, y me da igual que sea de hoy o del año pasado, de unos legionarios posando con la maldita bandera del pollo de Franco. Gordos, escuchimizados, barbudos, con gafas de sol enormes o patillas, la camisa abierta, más de la cuenta legionaria, como si fueran corsarios, como si hubieran ganado o perdido alguna puñetera guerra, como si fueran más que otro soldado, como si fueran algo por ser franquistas.
Y las banderas a media asta por la muerte de Cristo.
Y el poder ejecutivo usando la Constitución como escudo y excusa, seguramente franquistas la mitad de ellos, que si vieran a un legionario con la camiseta de Podemos iban a tardar poco en echarlo del cuerpo, haciéndonos soportar su propia vileza, la mezquindad de los mediocres, de niñatos de cuarenta años que se hacen llamar caballeros, que seguramente añoran matanzas del pasado y no valen ni para jugar al Callo of Duty, y por eso llevan la bandera de Franco, al que algunos se quedaron esperando en África para cortarle la cabeza.