El ser humano resulta apasionante; esta afirmación no es muy original, lo sé; hay miles de sesudos estudios que ponen de manifiesto la complejidad de las personas, sus múltiples aspectos, las contradicciones en las que vive y su capacidad para pasar de héroe a villano en un par de segundos. A mí siempre me ha dado qué pensar el hecho de que seamos capaces de emocionarnos hasta la lágrima con unos dibujos animados de una película de Disney (ay aquel Bambi) o con un muñeco virtual (ET: “mi caaasa”) y asistamos impertérritos a las terroríficas noticias de cualquier informativo. Somos sensibles ante la mentira convenida del cine y ajenos frente a la realidad del hambre, la muerte o la guerra. Supongo que para todo hay explicaciones, pero no es éste el momento de darlas.
Viene a cuento esta somera reflexión tras escudriñar en mi entorno las reacciones ante el penúltimo escándalo financiero, la estafa del mago Madoff que, si bien no ha dejado en la ruina por razones obvias a ninguno de sus seguidores, ha disminuido el patrimonio de muchos miembros de ese club exclusivo de inversionistas que creían haber encontrado el viejo sueño de la humanidad pero en dinero: ya que no parece que exista el árbol de la eterna juventud, al menos creyeron haber hallado la rentabilidad absoluta de sus fondos. Pero no. Detrás de aquellas promesas sólo había humo y nadie, ni los encargados de vigilar los incendios financieros, dieron en ningún momento la señal de alerta hasta que el fuego de la estafa lo devoró todo.
Pero ¿qué dice la gente de todo esto? Pues yo he visto codazos de complicidad en las colas del INEM, guiños en los supermercados y sonrisitas más irónicas que malévolas entre los pensionistas y los mileuristas. Y es normal. Por una vez, los ricos lloran sus pérdidas y el timo de la estampita no se lo dan a un pobre paleto avaricioso sino a gentes que salen en el Hola, que presiden consejos de administración o cuyos apellidos abren las puertas de los reservados más exclusivos. Ya no se trata de invertir unos ahorrillos comprando sellos que nunca existieron sino de muchos millones confiados a extraños paraderos, un dinero especulativo en su totalidad, unos millones que se trasladan por la red sin crear riqueza, puestos de trabajo, oportunidades para nadie, nada; sólo especulación pura y dura, rentabilidad absoluta y pare usted de contar. Entiendo pues esas sonrisas y esos codazos entre los que vamos con nuestra cartilla a la Caja. Pero aunque lo entienda, no me siento capaz de compartir esa mínima alegría, esa pequeña venganza proletaria. Tampoco es que me muera de pena, desde luego, pero no es bueno ni que existan madoffs, ni que no haya quien vigile a esos madoffs, ni quien les confíe esa cantidad de millones.
Pero es lo que hay y parece que resulta inevitable. No estoy muy seguro que tras esta crisis y los escándalos y fraudes que la rodean, vaya a cambiar mucho el mundo. Sería bueno que todos reflexionáramos un poco y que le dinero sirviera para algo más que para hacer más dinero. No tengo demasiada fe en que ni siquiera a este Madoff caído en desgracia, no le suceda otro y la historia vuelva a repetirse. Es como el zapatazo (los dos lanzamientos) a Bush: no me gustan... pero entiendo muy bien que alguien los haya hecho en nombre de muchos.