El mundo se agita en un torbellino de actos sin alma; los políticos, la religión, el capital, oprimen al hombre con su poderosa maquinaria coercitiva. En el páramo sombrío se agitan intereses ajenos a la belleza humana, al amor, a la justicia, a la libertad. Detrás de cada secuencia terrorífica hay un productor que ejecuta sus maquiavélicos planes sin que el pulso le tiemble. Tiempos de barbarie, envueltos en la inefable miseria del silencio cómplice y canallesco que embrutece a la especie, devolviéndola a épocas primitivas, donde el objetivo de aquel lejano periodo consistía en esforzarse por enderezar los cuerpos y erguirlos.
La Historia es cíclica. Volvemos al punto de partida e involucionamos. Porque en la era del “ordeno y mando porque me sale de los galones” se acatan consignas destructivas, se dan por buenos los llamados efectos colaterales, pasamos por encima de quien haga falta por cinco minutos de gloria hueca y superficial. La envidia corroe, devora las entrañas, aniquila el cerebro. Cuando dejamos de pensar por nosotros mismos algunos listos empiezan a hacer caja suculenta vendiendo al pueblo basura, intoxicando su salud física y emocional.
Nadie sabe cuál es su procedencia. No existen las raíces; el día a día es una cadena rutinaria de lamentos y costumbrismo. Pero yo sí sé de dónde vengo: de mis recuerdos infantiles y adolescentes de cultura popular con el sabor de la tierra albariza de suaves lomas onduladas, donde el trabajo en la viña era la génesis de un orgullo hecho caldo de brindis entre iguales llamado mosto; vengo del cante flamenco al abrigo de una peña con nombre de faena agrícola; de una marisma del Guadalquivir digna de filmación cinematográfica. He visto en mi pueblo de adopción el temperamento de una lucha por la dignidad, con hombres que pasaron, como diría Pedro Garfias, “hambre de pan y horizontes”. Por eso, hoy sigo estimulando a mis 7.000 familiares para que sigan en la vanguardia del combate hasta la victoria siempre.