Es difícil de entender que esta situación no se pudiera siquiera intuir en vísperas de la campaña electoral, porque la dependencia española del sector de la construcción y de su correspondiente burbuja inmobiliaria era un canto antiguo de que “viene el lobo”, y los datos que llegaban de la crisis económica internacional en una economía global eran una señal de alerta perceptible para todos, menos para el Gobierno. Eso, en el mejor de los supuestos, porque sería mucho peor imaginar que ocultaban la realidad por motivos políticos y electorales.
Con la perspectiva de los meses transcurridos, el empecinamiento enfermizo de ZP en negarse a reconocer la existencia de una crisis económica sólo se puede explicar por su adhesión a una metodología política basada en la propaganda y a su optimismo. En este mismo momento, cuando Solbes, realizando un acto de contrición inevitable, ha confirmado el peor de los pronósticos, el presidente de Gobierno culmina una ronda con los presidentes autonómicos para ofrecer a cada uno de ellos lo que quieren oír. Parece que muy poca gente quiere asimilar la tragedia que se avecina, y cada uno defiende un plato de lentejas sin saber si podrá ser condimentado.
No es mejor el comportamiento de la oposición, sino todo lo contrario: en tiempos de una crisis tan dura cabría esperar del partido que lidera Rajoy el ofrecimiento de un gran pacto nacional para que la cruda realidad que nos aguarda pudiera ser amortizada por un enorme esfuerzo colectivo. El PP acecha la catástrofe para llegar a través de ella a La Moncloa.
No existe riesgo de contagio del cambio en la tecnología política ocurrido con el fenómeno Obama. En España el diálogo entre poder y oposición está roto y no aparecen síntomas de responsabilidad para cambiar esas actitudes. Ahora parece que el primer problema nacional es el escote que luce Soraya Sáenz de Santamaría para saber si es comparable a la foto que se hicieron las ministras en una revista de moda. No vamos por buen camino.