Nació en la casa del Coto en el 1954, en las Puertas del Sol, lo que en el flamenco se conoce como la misma
Plazuela jerezana. Es un aficionado que ha bebido de la fuente pura del cante que le regaló su época, en un barrio plagado de artistas y buenos aficionados. Sus amigos de infancia se numeraban por motes: El Garbanzo, El Rubichi, El Mijita, El Torta, El Moneo… ¿os suenan?
Entre juego y juego, se asomaban a los tabancos de la calle Pañuelo o Sol, donde se reunían voces como las de Alfonso Berenjeno, Porrones, Tío Chico o Agujetas, cuando llegaba. José Morales es conocido por todos los cabales como Pepe el de
la Cruzcampo o Pepe
el de la cerveza, por su profesión como distribuidor de la marca, y llevando a gala ese sobrenombre al colaborar “con unos cuantos barriles cada vez que me lo pedía alguna entidad, que al final me costaba a mí el dinero, pero lo hacía encantado”. Pepe lleva toda la vida implicado en el mundo asociativo flamenco, perteneciendo a la
Peña Los Cernícalos desde sus orígenes prácticamente, “a los dos años de su fundación ya me hice socio”, así como fue uno de los fundadores de las peñas El Garbanzo y El Chalao, esta última “junto a Luis El Zambo, El Pijo y Torrejón”. Las dos, por cierto, ya desaparecidas.
Era un mocito cuando comenzó a trabajar y a recorrer la provincia repartiendo refrescos, conociendo al mismo
Camarón de la Isla con quien compartió incluso días de oficio. “Él estuvo repartiendo conmigo
Pepsi Cola y
Mirinda en los cuarteles de instrucción, en la
Carraca, con quince o dieciséis años. Su mare Juana estaba sirviendo en un bar que se llamaba Santander, recogiendo las mesas y limpiando, entonces íbamos allí porque tenía unos precios muy económicos. José estaba por allí pidiéndole a su madre siempre dinero como cualquier joven, y mi jefe le dijo que él tenía que trabajar y no pedirle más a su madre. Él contestó que sí, que quería trabajar, y lo colocó conmigo a repartir. Duró poco (ríe)”.
Anécdotas de estas tiene en su memoria a puñados. Ha sido de los que “he gastado dinero, siempre con cabeza, pero viviendo la noche y sabiendo escuchar, que era lo que por entonces se hacía. Hoy día las mujeres no aguantarían eso, es normal”, cuenta con cierta nostalgia. Y es que en el flamenco el término “borrachera” no suena tan mal como en otros ámbitos, pues aquí “el que no se haya emborrachado de qué va a hablar”. Es una manera de decir que el
flamenco auténtico está en la calle, en las reuniones y no tanto en los libros. Aun así, Pepe defiende que para ser un buen aficionado no solo basta con eso, “hay que preocuparse también por conocer los cantes, los distintos estilos, los creadores, qué aporta cada artista y poder participar en cualquier tertulia defendiendo lo que uno cree”. No es un fanático, no defiende a un cantaor sobre el resto como el mejor. Eso es de valorar. “No se puede ser solo de uno, ni decir que este o aquel es el mejor porque mientras que
el cante sea bueno te aporta emociones”, recalca.
En esa línea construye un relato nada pesimista de la actualidad pero lógicamente reconoce que “nada es como antes, pero es lo más normal. Sin dolor, ¿cómo se va a cantar por seguiriyas igual que antes? Hoy hay cantaores que saben de música, son profesionales y antes muchos eran autodidactas y cantaban lo que habían escuchado en su casa”.
Ha estado en ratos con
Terremoto, Mairena, Agujetas,Sordera, Manolo Sanlúcar, Paco Cepero, La Bolola… que por cierto “me dejó a deber dos cajas de cerveza al fallecer, pero lo digo como anécdota porque no me importaba. Ella tenía en la choza eso, para tomar algo y los pollos vivos, entonces yo le llevaba bebida porque no tenía papeles y ella me lo pagaba como podía”, cuenta con cariño.
Lo mismo le ha dado un barrio que otro, “yo muero en
Santiago y siempre me han recibido con los brazos abiertos”, dice. Ahora sale menos porque tampoco se puede llevar el ritmo de antes, suele ir a escuchar cante cuando, entendemos, merece la pena a un paladar exquisito. “Antes te mojabas el pico y ya te recogías al día siguiente, y eso ya no se puede”, mientras se toma un buche de una copa de vino en la Peña La Zúa, cerca de su casa.
Respecto a la afición, también ha habido cambios. “Yo distingo los cantes, lo digo con orgullo, te digo si el cante es de la Serneta, o es la solea de Triana, o alfarera, o de Joaquín Lacherna o los cantes Tío José de Paula. Antes la afición era más
exigente y ortodoxa que ahora, que se preocupan menos”. En esa línea defiende que se hagan “paquetes”, o lo que es lo mismo, que se llame a las cosas por su nombre y no hablen de flamenco cuando lo que se hace es fusión, o como él lo llama, “confusión”.
Además de la afición al flamenco, a José le ha gustado también la
pintura al óleo. “Como le pasa a algunos cantaores me pasa a mí con la pintura, que he aprendido viendo por eso le pongo sentimiento”, reflexiona con otro buchito de fino. “No me he dedicado a ello pero antes se compraban más cuadros, y he llegado a vender uno que pinté del Señor de la Sentencia en tamaño natural en
150 mil pesetas. Ya no, ya lo que uno puede vender es para una
conviá”.
Volviendo al cante, no quiere terminar esta conversación sin recordar a
Sernita de Jerez, “porque aunque yo sea de Agujetas, también muy mairenero y terremotero, creo que lo que ha pasado con Sernita no hay derecho. La afición ha olvidado a un cantaor enciclopédico, creador y con sentido”, concluye.