En ocasiones nos juntábamos más de veinte personas entre niños y mayores
Ya corrían los años sesenta cuando solíamos organizar unas excursiones domingueras a la zona de la Garganta del Capitán en donde pasábamos un magnífico día de campo disfrutando con la familia de la frescura de unas grandes y profundas charcas, que hacían las delicias de pequeños y mayores. Para acceder al lugar había que pegarse una buena caminata por un paraje rodeado de abundante vegetación, que bordeaba el río en donde se formaban aquellas extraordinarias piscinas naturales. La andadura quedaba compensada con la espléndida vista del agua cayendo en cascada y formando una espuma blanquísima bajo la que nos situábamos los más arriesgados.
Al filo de las dos de la tarde emprendíamos el camino de regreso, con un estricto control de los más pequeños, ya que no había que olvidar que nos encontrábamos en un paraje de grandes barrancos y bastante agreste.
A la llegada, una buena y fría cerveza nos aplacaba de los rigores de la caminata, pero el cuerpo después del baño aún se mantenía fresco y relajado durante mucho tiempo. Antonio Parra era el chef que disponía de muchos ayudantes como su hermano Tomás, las esposas de ambos María y Anita, Diego Saucedo y el que suscribe. El resto de la familia se reunía alrededor del habitáculo de grandes piedras en cuyo interior se situaba un trébede, que no era ni más ni menos que un aro de hierro con tres patas y un zuncho que servía de base para las ollas, las sartenes y las paelleras.
Ya inmersos en los preparativos del almuerzo había un grupo que se dedicaba a ligar vino tinto con gaseosa y fruta cortada, junto a trozos de hielo y que luego se mezclaba en un gran barreño y que constituía la bebida principal que conocemos como sangría.
En ocasiones nos juntábamos más de veinte personas entre niños y mayores y aún recuerdo los consejos de Antonio Parra cuando llegábamos al sitio de acampada al que procedíamos por el cortijo de Botafuegos y que estaba constituido por un inmenso eucaliptal recomendando que no se arrojasen basuras ni desperdicios de ningún tipo al agua de un pequeño riachuelo que corría por el lugar y de que extremáramos la prudencia con los cigarrillos. Jamás tuvimos problemas de fuego en las muchas veces que disfrutamos de aquel añorado lugar.
Uno de los mejores momentos del día, aunque ya es difícil destacar, ya que por una u otra causa todos eran magníficos, lo constituía el desayuno en donde provistos de pequeños palos insertábamos unas enormes rebanadas de pan moreno del molino de Escalona que tostábamos al fuego de unas brasas y que consumíamos con una taza de café procedente de una pava que Antonio manejaba con gran habilidad. La medida consistía en una cucharada sopera de café por barba, lo que nos proporcionaba un sabroso café que aún recuerdo y que algún adulto aderezaba con una pizca de anís. El carajillo junto a la rebanada de pan con aceite resultaba delicioso.
Aquel numeroso grupo familiar lo formábamos mi mujer Mari Carmen, su madre Carmen, mi suegro Afelio, mi cuñado José Mari, mi cuñado Antonio y su mujer Carmencita, Petra Poveda, los hijos de Tomás y Anita, Tomy y Lili, mi entonces única hija Mari Carmen que era un bebé, nuestra queridísima e inolvidable Isabel Tineo y en ocasiones mis padres Paquita e Higinio y mi hermana Paqui.
He intentado en varias ocasiones acceder a la Garganta del Capitán pero al final siempre lo he ido postergando porque el paraje me trae indudablemente muy bellos recuerdos en especial de personas que ya no están con nosotros y que prefiero tenerlos en mi mente como viví con ellas aquellos felices e inolvidables años jóvenes que jamás olvidaré en la vida.